Una pista esencial para distinguir cuanto antes a un buen lector de uno malo es cuestionarle sobre qué busca cuando abre un libro. Si su primera respuesta es algo así como "que sea original, que me cuente una historia", entonces es muy posible que sea un mal lector. Puede haber excepciones, pero este test rápido casi siempre da en la diana: alguien acostumbrado a leer bien no lee para que una historia le sorprenda. Por dos motivos, que son el mismo aunque puedan parecer complementarios:
a) El primero es que todas las historias ya están escritas.
«En cierto nivel, cualquiera que escriba algo sabe que la pura originalidad es imposible. Mires donde mires, el terreno ha sido transitado. Así que suspiras y montas tu tienda donde puedes, a sabiendas de que otros han pasado por allí [...]. Si el escritor es bueno, lo que ocurre no es que la obra resulta poco original o trivial sino justamente lo contrario: gana profundidad y resonancia gracias a los ecos de los textos previos, y densidad gracias al uso acumulativo de ciertos modelos y tendencias básicos».Este razonamiento es la razón de ser del ensayo Leer como un profesor, de Thomas C. Foster, en el que este maestro de instituto y universidad adorna su amor por los libros con aquello que convierte a un profesor de literatura en un buen profesor de literatura: no proporciona respuestas fáciles y no pretende que sus alumnos se las den, sabe que la literatura es un universo inabarcable y que por tanto está sujeto a la refutación y a la perspectiva, al guiño y a la fobia. Sabe que es un territorio de libertad en el que caben pistas pero no atajos. O sea, que no es un viaje ni fácil ni cómodo, pero siempre merece la pena.
¿Y cómo se transmite todo eso? ¿Cómo hacer entender que esa complejidad no está reñida con el disfrute? La propuesta de Foster, como maestro, es eminentemente didáctica. Con la riada de ejemplos que utiliza en esta especie de manual para nerds de instituto y letraheridos, el profesor abona la idea de que la originalidad de una obra reside en su capacidad para transmutar los símbolos en los que todos nos reconocemos a contextos nuevos.
b) El segundo motivo es que solo hay una historia.
«Supongo que la historia única, la ur-historia, trata de nosotros mismos, de lo que significa pertenecer al género humano. [...] El pertenecer al género humano abarca más o menos todo: nos preguntamos sobre el espacio y el tiempo y esta vida y la siguiente, cosas que, estoy seguro, ninguno de mis setters ingleses se ha puesto a considerar».
Da igual que pretendas explicarlos desde la astrofísica, como Stephen Hawking, o desde la novela negra, como Dashiell Hammett. Todo aquel que se pone a ello tiene como horizonte la pregunta básica de por qué el ser humano es como es. Lo único que hace es escoger por dónde transitará en busca de la respuesta. Y lo hará pertrechado de todo el corpus simbólico que le precedió: la religión (la Biblia como la historia de historias fundacional), la herencia grecorromana, los fenómenos geográficos (ríos, montañas, océanos, desiertos, ciudades), o meteorológicos, el sexo, e incluso Shakespeare.
De esta manera, Foster nos lleva de la mano por decenas de modelos (tal vez demasiado ceñidos al ámbito anglosajón) para hacernos ver, por ejemplo, que cualquier relato que en el que esté presente un viaje nos remitirá a una búsqueda, que una comida en común será un acto de comunión, que un baño en un río o un personaje que camina bajo la lluvia son casi siempre metáforas de un bautismo (o un renacimiento), o que los pájaros que vuelan nos remiten ciertamente a la libertad
Todos ellos son resortes en los que los autores se apoyan, con diversos grados de conciencia, para construir sus propios relatos. Está en nuestra mano interpretarlos, colorear la experiencia feliz de emprender una lectura sabiendo que, como resume el profesor Foster, «una obra completamente original, que no debiera nada a sus predecesoras, carecería a tal punto de lo familiar que desconcertaría sus lectores».