Desde entonces hemos aprendido a perfeccionar el procedimiento. Desarrollamos primero un lenguaje, que nos permitió transmitir nuestros anales boca a boca. Después inventamos la escritura, en un arranque genial que de repente nos dio la posibilidad de no tener que fiarlo todo a la memoria del oyente para garantizar la fidelidad al relato original.
Con el paso de los siglos, sofisticamos exponencialmente el sistema. Ideamos imprentas, en las que multiplicar el mensaje y hacerlo perdurable, fabricamos aparatos que captaban instantáneas fijas de la realidad; más tarde, grabadoras con las que capturar los sonidos y, por fin, también creamos artilugios para la imagen y el movimiento.
Una evolución magnífica que no impide que a día de hoy sigamos usando los tres primeros sistemas para defender el bastión de la memoria: pintura, narración oral, escritura. A esta última ha entregado su vida entera Gabo. A dignificar y embellecer el ejercicio de la memoria a través de las palabras. La demencia senil parece el peor de los destinos para cualquiera, pero es un castigo especialmente cruel con quien durante décadas se ha dedicado a combatir al olvido párrafo a párrafo. Casi se puede decir que Gabo malogró su memoria de tanto usarla, y que desde ahora vive lo que le resta condenado a caminar por ese laberinto lleno de ecos burlones, sin saber nunca qué atajo es real y cuál lleva a un callejón sin salida.
Lo más socorrido es acudir al lugar común y decir que nos quedan sus libros, pero esa es una verdad que ya sabíamos, porque morir, morimos todos, pero sólo a los más desafortunados se les extingue el cerebro mientras el cuerpo aún sigue dando guerra.
Mientras tanto, intentaré imaginarme a ese Gabo aferrándose a Aracataca. Pensaré en esa mente confusa caminando por el laberinto, barajando memorias verídicas y ficticias; recordando, por fin, el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo y aspirando el olor de las almendras amargas que le recordaban siempre el destino de los amores contrariados.
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