6 de mayo de 2011

Que ganen los villanos


En mi infancia sin teles digitales, rompí de tanto verlo el VHS de los mejores goles de los mundiales. Lo narraba Joaquín Prats, y para mí era como la enciclopedia visual en la que se archivaba el abc de esa cosa llamada fútbol. Con ese video conocí al Brasil de Pelé, visioné una y mil veces el barrilete cósmico y la mano de Dios. Era un largo reportaje construido bajo una esencia legendaria: con buenos y malos, héroes y villanos. Guerreros, estilistas; toda la épica de un deporte que desde entonces siempre me fue inculcado como algo más que un deporte.
Gracias a esos sesenta minutos de imágenes también supe que meses antes de mi nacimiento España acogió un mundial de fútbol. Aquel campeonato se lo llevó Italia; como casi siempre, de manera inesperada. El vídeo, maniqueo, dibujaba una Alemania que llegó a la final con argucias y juego sucio, incluida la agresión salvaje del portero Schumacher al francés Battiston en semifinales. De manera que, una y otra vez, aunque ya supieses el resultado, deseabas que Italia le ganase la final a los germanos. No se trataba tanto de que venciesen los buenos como de que perdieran los malos.
Luego, con los años, me enteré de que Italia no jugó un pimiento en España 82. Que quien de veras practicaba un fútbol mágico fue el Brasil de Zico, que cayó antes de lo esperado. Aquel desencanto coincidió con el inicio del declive de la Quinta del Buitre y el entronamiento del Dream Team culé. De buenas a primeras, ya no era mi equipo el que deslumbraba. El Barça de Cruyff no sólo jugaba bien, sino que, además, ganaba. Y, mientras, el Madrid se hundía en la mediocridad y contemplaba las victorias del rival negando la evidencia. A pesar de lo que cuentan los almanaques, yo recuerdo cómo un Madrid ramplón peleó hasta el último minuto dos ligas que terminaron engrosando las vitrinas del Barça. Parecía que sólo una inercia kamikaze guiaba a aquel equipo a discutir una hegemonía sin vuelta de hoja. Daba igual cuánto luchásemos: en la orilla esperaba siempre la derrota.
Pienso en todo aquel bagaje ahora que se empieza a acallar el ruido de estos cuatro partidos, estos dieciocho días locos en los que los villanos han vuelto a rebelarse contra las buenas costumbres. Los malos, mis malos, han estado a punto de arruinar el reinado de la bondad y la belleza que encarna este Barcelona. Hemos echado mano de todas las malas artes que nos sabíamos; hemos confiado los mandos de la nave a dos portugueses vanidosos y arteros para intentar torcer un rumbo de victorias blaugranas.
Nos costará ahora recobrar la compostura. Perdimos a los puntos, nos sancionarán por los golpes bajos que dimos, pero conseguimos terminar los cuatro asaltos sin ser noqueados. No sabemos pedir perdón, porque nadie nos enseñó a disculparnos con palabras sino a intentar enmendar con hechos los errores cometidos.
No trago ni a Mourinho ni a Cristiano Ronaldo. Confío en que mi equipo sea un día capaz de doblegar a su adversario limpia y holgadamente; y que sean otros quienes busquen malas excusas. Mientras tanto, no me queda otra que seguir secundando a los villanos. Quien no comprenda eso, quien conciba el fútbol como un sucedáneo de la moral, como un terreno donde se dirime quién merece el cielo y quién el infierno, más allá de los colores que uno vista, habla de un fútbol que yo no entiendo. El fútbol del que yo hablo es el que dibuja Nick Hornby en Fever Pitch: el único espacio de irracionalidad que muchos nos permitimos en nuestras vidas. Déjennos disfrutarlo del único modo que conocemos. Con fiebre, pero sin hacer daño a nadie.

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