25 de febrero de 2009

Run away

El viernes, mientras veía embobado Slumdog Millionaire, me acordé irremisiblemente de Trainspotting. Hace trece años que Danny Boyle estrenó aquella cinta narcótica y disparatada. Recordé a Ewan McGregor corriendo a la desesperada por las calles de Edimburgo, huyendo de la pasma. Una especie de sintonía visual vincula aquellas carreras con las que los niños de esta cinta llevan a cabo por un Bombay populoso y en technicolor.

Se me ocurre que en el salto que va de una escena a otra está contenido el aliento del nuevo mllenio. El trueque de un hombre nihilista y hastiado a otro nuevo, forjado en un idealismo optimista, quizás un poco hueco, pero del todo necesario. Sin el mensaje poderoso de esta cinta no nos quedaría más salida que un salto al vacío, un futuro oscuro en el que cada vez se nos hace más difícil comunicarnos. Querernos.






20 de febrero de 2009

El discurso vacío


De la noche a la mañana, un obsesivo-compulsivo escribe en una hoja en blanco. Dada su afección, no le queda otra que hacerlo imponiéndose un rigor, una fe en el método, una minuciosidad torturada. Escoge hacer ejercicios caligráficos. Limar la escritura, dibujar cada letra con la máxima perfección posible. Y pronto descubre que para prestar atención a la caligrafía debe dejar de lado la literatura. Se da cuenta de que a medida que su pensamiento y su creatividad vuelan la claridad de su letra se resiente. 

Está loco. Está deprimido. Cualquier tarea cotidiana que no signifique introspección le abruma. Su mujer no hace más que estorbarle con sus requerimientos. Su hijo es un ser bajito y chillón al que no comprende y al que trata como un adulto. Comienza a espiar a su perro en sus excursiones callejeras. Toma antidepresivos para soportar ese día a día tan vano. Pero no deja de escribir. Lo más anodino, la anécdota más inútil, el zumbido de una nevera, la madera ajada de su escritorio, le sirve para no abandonar la apuesta, para seguir adelante. Todo es vacío a su alrededor y su cuaderno se va colmando de esa grisura. El tipo es egoísta, quisquilloso, intenso: un auténtico coñazo. Y, a pesar de todo, nos cuesta apartar la mirada de esa cotidianidad tan frustrante. Porque somos él, tantas veces. 

Así, arrullados por las letanías de angustia de Levrero, llegamos al cabo de las páginas a un punto que se parece mucho al origen del que arrancamos. Pero no es así: algo cambió.

9 de febrero de 2009

Inconcluso

Leído El secreto del mal, de RB. Hay algo de morboso en ese rescate un poco a lo paleontólogo en los archivos del viejo CPU del chileno. Habría que seguir el consejo de esa leyenda probablemente apócrifa que atribuye a RB la ocurrencia de dejar sellada, sin abrir nunca, la puerta de la nevera de su piso nuevo en Blanes. Habría que dejar las cosas como están, no revolver el cajón de los calzoncillos de los escritores muertos.

Pero la cosa está así y un mitómano necesita la metadona de sus fetiches. Y El secreto del mal viene a ser ese sustitutivo de la heroína que son los libros que RB escribió y tú leíste y ya no podrás volver a leer, sino que los releerás, que no es lo mismo aunque se le parece. En El secreto del mal hay muchos textos inconclusos. Es una retahíla de pecios, de cabos sueltos, de los riachuelos de los que un día hablé aquí para referirme a esos jirones de escritura que abandonaba yo pero a los que tenía el suficiente aprecio como para no eliminar de manera definitiva de mi archivo. Algo así debió sucederle a RB con muchos de sus escritos. Hay cosas que se te ocurren y que debes anotar en algún sitio. Hay cosas que te parecen importantes, que te suenan al arranque de algo más grande pero que luego no eres capaz de concretar. Así muchos de los textos de este libro que parece escrito por Kafka si Kafka hubiera emigrado de su Praga nevada a una ciudad costera, como hizo RB. 

Que levante la mano aquél que no necesita bocetar su escritura, marcar con carboncillo las ideas mientras éstas arden para, más adelante, cuando cuaje el pensamiento, cuando se temple la fiebre, poder tirar de óleo para dar forma definitiva a la cosa. 

Lo bueno de este compendio armado por I. Echevarría es el hecho de que no queda claro qué textos son una versión definitiva y cuáles son apenas un esbozo de otra cosa. No saber si al concluir súbitamente esa trama sólo hilvanada estás ante un final abrupto, como el de Los Soprano, o ante un intento abandonado, o aparcado al menos. 

Todas estas piezas breves que componen El secreto de mal contienen, empero, la esencia de lo que es RB, su tendencia a bordear el abismo, a sugerirnos que el mal está tras esa puerta entreabierta. A ver quién es el listo que se atreve a asomarse junto a él.

2 de febrero de 2009

Derrota


La épica de la derrota, o así. O, mejor, la tentación del fracaso, Ribeyro dixit. Ese algo romántico que tienen los perdedores magnetiza a los ilusos como yo. Si no hubieran intervenido factores hereditarios y ambientales, me hubiera hecho del Atleti, en lugar de ser un madridista furibundo. Por eso dan ganas hoy de pelear a la contra y empatizar con Federer, más allá de la admiración por las virtudes de Nadal, que nadie niega.

El gesto terriblemente humano de Federer en el podio tiene un poder conmovedor y solapa cualquier otro análisis. Hoy, cuando el deporte profesional está cuajado de gestos deliberados, de disfraces e impostura, las lágrimas del campeón suizo ante su propio fracaso son transparentes, son verdad. Tanto como las que derramó sobre la misma pista cuando venció en 2006. Frente a la derrota y también del lado del triunfo, Roger tiende a exhibir su fragilidad y eso se interpreta, desde muchos ámbitos, como un sello de inferioridad. Sobre todo en comparación con el torbellino entusiasta que es Nadal.

Muchos se apresuran a especular con los problemas de bloqueo de Federer, con su pérdida de temple cuando tiene enfrente al tenista mallorquín. Otros tantos enarbolan a Nadal como un pendón nacionalista, como si fueran ellos quienes sudan y dan raquetazos, por España, en lugar de contemplar el espectáculo desde la poltrona, como hicimos todos el domingo. 

El duelo memorable de ayer es otra muesca más que sumar a la nómina de partidos para la historia que han ofrecido Rafa y Roger. Su abrazo final en el podio no es más que la rúbrica de una rivalidad que encarna lo mejor del deporte. Ahí es donde hay que poner el foco. Hay que admirar a estos dos tipos con franqueza, sin escarbar en su intimidad y sin utilizarlos para nuestras propias causas interesadas. Y sentirnos afortunados por ser testigos de todo esto, por poder contar, dentro de unas décadas: yo lo ví, y fue emocionante.

El encuentro

El pensamiento. El hueso mondo, el túetano de la filósofía, la metafísica, la teología o comoquiera que se apode ese local sin ventilar, con el cierre metálico echado y la humedad carcomiendo las paredes, donde descansa lo que somos, lo que pensamos que somos, pero no nos atrevemos a tocar; quien suscribe da un paso al frente en el pelotón de los cobardes, perezosos.

De eso, de la pregunta radical, del archimanido de dónde venimos, trata El encuentro de Descartes con Pascal joven, que se representa ahora en el Teatro Español. Se supone que estos dos padres del pensamiento moderno tuvieron un único encuentro en toda su vida, en la noche del 24 de septiembre de 1647. Descartes encaraba el último tramo de su existencia aupado en el respeto general y echando mano del escepticismo y la modestia para confrontar tanto los juicios ajenos como la reflexión propia. Mientras, un joven Pascal, de cuyos méritos pocos dudaban, se despeñaba en un pozo de introspección, debatiéndose entre la ciencia y la fe. De esa entrevista no quedó testimonio: ni Descartes ni Pascal escribieron sobr ella. Quien sí se atrevió a recrearla es el dramaturgo Jean-Claude Brisville, a través de un libreto sobrio y breve que pone aquí en escena el gigante Flotats. 

Una de las virtudes más deslumbrantes de una obra artística es su capacidad para invitarnos a seguir pensando, descubriendo, más allá de ella. Todas las obras que sientan cátedra, todas esas que dan tantas respuestas a las preguntas medulares no me interesan nada. Aparte del despliegue interpretativo de Flotats, ese es el valor principal de esta obra: que esparce duda.