2 de febrero de 2009

Derrota


La épica de la derrota, o así. O, mejor, la tentación del fracaso, Ribeyro dixit. Ese algo romántico que tienen los perdedores magnetiza a los ilusos como yo. Si no hubieran intervenido factores hereditarios y ambientales, me hubiera hecho del Atleti, en lugar de ser un madridista furibundo. Por eso dan ganas hoy de pelear a la contra y empatizar con Federer, más allá de la admiración por las virtudes de Nadal, que nadie niega.

El gesto terriblemente humano de Federer en el podio tiene un poder conmovedor y solapa cualquier otro análisis. Hoy, cuando el deporte profesional está cuajado de gestos deliberados, de disfraces e impostura, las lágrimas del campeón suizo ante su propio fracaso son transparentes, son verdad. Tanto como las que derramó sobre la misma pista cuando venció en 2006. Frente a la derrota y también del lado del triunfo, Roger tiende a exhibir su fragilidad y eso se interpreta, desde muchos ámbitos, como un sello de inferioridad. Sobre todo en comparación con el torbellino entusiasta que es Nadal.

Muchos se apresuran a especular con los problemas de bloqueo de Federer, con su pérdida de temple cuando tiene enfrente al tenista mallorquín. Otros tantos enarbolan a Nadal como un pendón nacionalista, como si fueran ellos quienes sudan y dan raquetazos, por España, en lugar de contemplar el espectáculo desde la poltrona, como hicimos todos el domingo. 

El duelo memorable de ayer es otra muesca más que sumar a la nómina de partidos para la historia que han ofrecido Rafa y Roger. Su abrazo final en el podio no es más que la rúbrica de una rivalidad que encarna lo mejor del deporte. Ahí es donde hay que poner el foco. Hay que admirar a estos dos tipos con franqueza, sin escarbar en su intimidad y sin utilizarlos para nuestras propias causas interesadas. Y sentirnos afortunados por ser testigos de todo esto, por poder contar, dentro de unas décadas: yo lo ví, y fue emocionante.

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