6 de octubre de 2011

Steve Jobs y la revolución de los objetos

La Historia se convierte en una disciplina excitante, abierta a un horizonte de posibilidades, cuando uno se asoma a ella sin los corsés de la ortodoxia. En las aulas que yo conocí, el sistema pedagógico era unirideccional, sin más opción que la fijada por un temario que sabe Dios quién y cómo fue concebido. La Historia, por entonces (y me temo que todavía es así) se enseñaba como una sucesión de acontecimientos forjados en los palacios, dirimidos entre reyes, aristócratas, primeros ministros, jerarcas de la iglesia o generales a caballo. El pueblo llano siempre quedaba al fondo, como una masa gris e indeterminada, necesaria para apuntalar los cambios sociales, pero insignificante para los manuales.

Qué distinto sería poder aprender Historia virando la perspectiva, lejos de las guerras, los tratados o los golpes de estado. La historia de los hogares, por ejemplo. Hay un libro que ya tengo pedido para Navidad, En casa, una breve historia de la vida privada (Bill Bryson), que proporciona un repaso a cómo los objetos del hogar han determinado la evolución del ser humano tal y como lo conocemos hoy en día.

Quién duda de la repercusión que tuvieron cuando entraron en escena los automóviles, la lavadora, la radio, los retretes o las bombillas. Eran inventos geniales que se incorporaron a nuestro día a día y modificaron nuestra forma de comportarnos, tanto en el plano privado como en la esfera pública. Con ellos como aliados, el pueblo llano pudo seguir haciendo carburar el progreso de la humanidad.

En las últimas décadas, el protagonismo de los inventos lo han asumido las comunicaciones. En una sociedad hiperconectada, la comunicación ha sido encumbrada como el gran valor a explotar. Decenas de aparatejos nacen cada semana anunciando el advenimiento de un nuevo paso en la senda hacia la felicidad tecnológica. Muchos de los nuevos inventos mueren casi antes de ver la luz. Sólo unos pocos elegidos se asientan y consiguen hacerse un hueco en nuestros bolsillos. Y ahí, el campeón es Apple. Y su profeta, Steve Jobs.

Es paradigmático que la desaparición de un creador de productos se llore hoy como antaño se lloraron las muertes de las grandes estrellas de cine o los estadistas o los hombres de letras. Dice mucho de cómo construimos hoy en día el panteón de nuestras aspiraciones. Los grandes hombres son aquellos que consiguen imprimir una muesca en el devenir simbólico de la humanidad. Más allá de lo palpable.

El torrente informativo que desata la muerte de Jobs, los millones de obituarios que glosan su figura también nos da pistas de su impacto. Su legado no se registra en la fibra de carbono, la pantalla táctil o los bytes que componen físicamente esos artefactos perfectos y sutiles que Apple arroja cada tanto a una audiencia planetaria sedienta de nuevas aplicaciones. El pueblo llano, por fin, tenía acceso al cofre de los diamantes.

Sólo los dibujos animados (pienso en Wall-E, o en Cars) se atreven a otorgar identidad a los objetos, sobre todo a los tecnológicos. Pero esa es sin duda parte de la herencia de Steve Jobs. Él dotó a los gadgets de alma, los convirtió en tótems. Supo, quizás antes que nadie, que la tecnología entronca con el corazón de quien la usa. Que de tanto roce, los objetos acaban por incrustarse en nuestra piel, hacerse carne. Tal vez por eso una manzana, mordida, lo simbolice todo.

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