22 de julio de 2008

The end



Levanto acta: el veraneo también me ha servido para dar carpetazo a la última temporada de Los Soprano. Por fin. Como todo lo bueno, anhelas que no acabe nunca, pero eres consciente de que lo interminable acaba siendo aburrido, convencional. Lo especial siempre es finito. Y las andanzas de Tony y su saga tocan a su fin en una temporada, la sexta, tal vez cargada en exceso de acontecimientos. Si algo da cuerpo a una ficción es su verosimilitud, su capacidad para que ocurran cosas, sin que parezca que ocurran demasiadas. Es una virtud indudable de esta serie, en la que los pasajes más memorables, son, para mi gusto, aquellos valles en los que la trama reposa, y no hay disparos, ni vajilla rota, ni sangre coagulada. Sin ir más lejos, en ese maravilloso recurso narrativo que es Tony frente a su terapeuta, sacudiéndose los demonios de una vida consagrada a la visceralidad, al rencor, la furia y la pena. Planos largos, pausados; silencios en los que la doctora, echando mano del recurso célebre del Loco de la Colina, calla para obligar al interlocutor a barbotar sin freno.


Ese silencio, decía, contrasta con la cantidad de cosas que ocurren en esta última temporada, pensada para finiquitar la trama e ir cerrando historias. No desvelaré, lector improbable, el contenido de esas historias. Si eres de los afortunados que siguen o han seguido esta obra maestra, sabrás que es mejor invitar al no iniciado a embarcarse en el yate de Tony y acompañarle a él y su(s) familia(s) en ese recorrido vital en el que no sabes si son pobres diablos o sinvergüenzas, si sufren o simulan hacerlo por supervivencia. Todos, en realidad, somos así más tarde o más temprano, con mayor o menor frecuencia.

He repasado la polémica generada por el capítulo final. A Boyero, por ejemplo, tampoco le gustó nada. Lo lamento. A mí me vuelve loco. En un acelerón kamikaze y definitivo, los guionistas plantearon una última decena de episodios con la que ir dando respuestas a un montón de interrogantes producidos por los setenta y tantos capítulos precedentes. Comprendo el disgusto de tantos que esperaban otra cosa. Un desenlace. Muchos amantes del cine clásico abanderaron las alabanzas a Los Soprano desde su inicio, porque la producción de David Chase y su séquito de cojonudos guionistas destilaba un soplo del gran cine de ayer y de siempre. Intuyo que su decepción con la conclusión de la saga proviene de ese gusto por las convenciones clásicas. Por los Hitchcock, Wilder, Scorsese, Coppola y compañía. El guiño vanguardista del último episodio les deja fríos, huérfanos de un desenlace de rompe y rasga al estilo de El Padrino III. No lo comparto. Cada serie tiene su colofón adecuado. En A dos metros bajo tierra, por ejemplo, esos últimos seis minutos te volcaban todas las respuestas. El remate de Los Soprano es un gigantesco interrogante vestido de cotidianidad. Una delicia abrupta e irónica. Un final sin The End.



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