21 de julio de 2008

Cuarenta grados

¿Qué es lo mejor del verano? El viaje, no hay duda. No sólo porque viajando esquivas el sofoco mesetario, aunque sea de manera transitoria. A uno le gustaría poder decidir cúando viajar, pero las convenciones obligan más de lo que parece y en este país todo cierra por vacaciones cuando el sol aprieta. Así que puestos a buscarle un punto bueno a esta estación en la que no hay quien salga a la calle entre las diez de la mañana y las ocho de la tarde, lo mejor es que no estás. Sí: huyes de aquí y coges aire en otros lugares, te empapas de las costumbres de otros; descubres que no somos tan distintos a pesar de los kilómetros, los grados, las pecas o las cuentas bancarias que nos separan.

Lo malo es que el verano trae de la mano un acompañante dañino, la pereza, que lo emborracha todo y hace que no termines de digerir lo experimentado. Mientras vives, ¿escribes? O, antes bien, ¿la escritura no acaba siendo un sustitutivo de la vida, un paréntesis, algo incompatible con la propia experiencia? Pensé, durante largo tiempo, que las propias vivencias incentivan la escritura; y algo más: no se culminan una sin la otra, no hay vivencia sin reflexión que le ponga broche. Ahora, sin embargo, empiezo a dudar sobre ello. Cada vez me cuesta más plantarme en la mesa y explicarme despacio, midiendo la frase, lo que me ha ocurrido. Me consuelo pensando que igual es por el calor de agosto, que ya ha llegado, sin avisar, a mi escritorio.

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