23 de julio de 2008

Ver al Jefe

¿Qué convierte a un mito en lo que es? ¿Su actitud, sus palabras, sus silencios? ¿O somos nosotros, mortales, quienes elevamos a los altares a alguien que seguramente nunca pretendió llegar tan alto?


Desde el tercer anfiteatro del Bernabéu, el sonido llegaba muy distorsionado y El Jefe era una mancha imprecisa que no paraba de moverse de un lado al otro. La cosa estaba así, del revés: el Dios abajo, en el fondo de ese pozo inmenso que es ese estadio, y, nosotros, los adoradores, sentados en la platea que roza el cielo sucio de esta ciudad.


Y a pesar de todo, qué fácil fue dejarse embaucar. Qué sencillo rendirse a la evidencia, hacer el paseillo, ofrendar nuestras cuerdas vocales, nuestro espíritu, nuestro antebrazo con el vello de punta.


Fue mi primera vez. No pude parar de preguntarme si habría una segunda o si estas cosas es mejor dejarlas así, tendidas en la pasarela de los recuerdos que no han de repetirse.


Rock. Simple, arrollador, desbocado, sincero. Para qué más. Para qué los guiños manidos, los montajes visuales, la tramoya de otras veces. Si en presencia de El Jefe más vale dejarse llevar por esa fuerza que se mete en el bolsillo a sesenta mil bobos como yo.


Primero desata la furia. Luego, a su orden, todos callan. Todos, no sólo la E Street. Cada uno de nosotros. Él impone el paso lento, el falsete, la cadencia desgarrada. Hasta que se le antoja un cambio de tercio: levanta el brazo, la guitarra, y retorna el vendaval. Sólo los dioses manejan el clima.

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