26 de febrero de 2008

El profeta


Ignoramos si la imagen es verídica o es un tópico más importado del cine de Hollywood. El viejo lunático que se sube a una caja en medio de la Quinta Avenida y proclama las catástrofes por venir. ¿Ya la tiene en su cabeza, lector? ¿Visualiza a ese mendigo desarrapado anunciando a voz en grito el fin del mundo a medio plazo? ¿Sí? Pues si ha sido capaz de conformar esa foto, mire a su alrededor. Nadie presta atención al profeta de la caja. Nadie se detiene a escuchar sus desgracias. Cientos de personas transitan a su alrededor con la vista en el frente y la cabeza en sus quehaceres cotidianos. Ese transeúnte, lector, somos usted y yo. Ese vagabundo que emula a Nostradamus con más pena que gloria, lector, quieren ser estas notas portátiles. Pero no hay manera.


25 de febrero de 2008

11 de febrero de 2008

Me gustan las pelis näif

Pues eso. Que tal vez sea esta tarde de lunes y esta confesión impulsiva sólo parta del desaliento de cuatro días por delante de oficina, café aguado y comida recalentada. Pero las circunstancias no le restan franqueza al testimonio: me gustan las pelis näif. Por eso, en días como hoy, dan ganas de renegar de Tony Soprano, de Michael Corleone o Tyler Durden, yo qué sé. En días como hoy dan ganas de coger una bandera y gritar que uno disfruta mucho viendo cosas como Juno, como Amelie, como Tú, yo y todo lo demás, como Pequeña Miss Sunshine. Y me dejo alguna en el margen de la hoja.



Harto ya de estar harto de los solemnes, los sabihondos, los profundos, los vacuos; declaro, aquí y ahora, que el buen cine que se puede hacer hoy (y sospecho que siempre) tiene por fuerza que reirse de uno mismo y puede y debe acabar bien. Porque los finales felices siempre son posibles. Porque los finales tristes sólo lo son para el que mira. Porque el optimismo también es inteligente, coño ya.

Arde Camden


No hay dos viajes iguales, como no hay dos viajeros idénticos. Tiendes a digerir los viajes como las lecturas, bajo tu propio prisma, adaptando lo que ves a lo que eres. Por eso a cada cual le llama la atención algo distinto de los lugares que visita. Yo, por ejemplo, siempre asociaré la primera vez que estuve en Londres al Mercado de Camden.

Por eso, ver ahora cómo ha sucumbido a las llamas de algún incauto me duele, en la distancia. Fabulo con volver a pasear entre esos puestos abarrotados, abandonándome al vaivén del tránsito como hice la primera vez que visité, maravillado, el Rastro madrileños. Esas son las cosas que a uno le gustan de las ciudades. Esos son los reencuentros que uno anhela. Hoy, Camden ha ardido, pero volverán a florecer, como setas silvestres, los puestos de cachivaches, comida china, camisetas insólitas. Volverá Camden. Volveré yo, también.


8 de febrero de 2008

Todos se meten

Kirsten Dunst también ha ingresado en un centro de desintoxicación. La noticia no llegaría por los cauces comunes a este blog si no fuera por ese "también" deslizado en la frase. Escribo de memoria, pero en el último mes y medio se murieron o se dejaron morir Brad Renfro y Heath Ledger, y han ingresado o reingresado en centros de rehabilitación Eva Mendes, Britney Spears y Kirsten Dunst. Una plaga de drogotas hollywoodienses se extiende ruidosamente por la Meca del celuloide. Y, sospecho, hay un nutrido grupo de yonquis hiperfamosos que también crece sin que se entere el gran público.

Tiendo a mirar con recelo este nuevo periodismo de couché (véase Cuore o el extinto Tomate), que hace del vapuleo al famosillo su razón de ser. Prefiero a Bob Pop, que firma en Público una página diaria su vitrina de celebridades esperpénticas y peripatéticas. Por mucho que se empeñen en justificar algunos, no es equiparable los perfiles de Marilyn y otros a cargo de Capote que la crítica despiadada, morbosa y simple que menudea en la tele de hoy.

Me gusta Bob Pop (que también escribe para 20minutos), porque es culto, y no aprovecha esa virtud para menospreciar a los mounstros perfectos que retrata cada día, sino para contar que hasta los dioses del celuloide son terriblemente humanos, tan humanos que, a fuerza de que entre todos les veneremos, han terminado creyéndose invencibles. Y no se puede ser más vulnerable que cuando crees que nada te puede herir.

7 de febrero de 2008

Firmin




Leí, de adolescente, La rata cochero, una novela juvenil que daba una vuelta de tuerca alegórica y terrible al clásico de Cenicienta: el cochero que transporta a la joven al baile de gala no es más que una rata que ha adquirido por unos días aspecto humano. Una ilusión que, como el encantamiento de Cenicienta, se acaba cuando dan las doce. El cochero vuelve a ser rata, y sus congéneres desatan una sangrienta revolución contra los hombres de la que todos, roedores y hommosapiens, salen perdiendo. Una estupenda y retorcida fábula que es mucho más que un cuento para adolescentes.



Pero el motivo que me hace hablar de ratas y libros no es ese. El motivo es Firmin; una de esas novelas de las que uno lee, distraído, una reseña: la llama prende y un día ojea el libro en una tienda sin intención de llevárselo, pero acaba irremediablemente condenado a hacerlo. Y luego lo lee con avidez mientras piensa que la rara ecuación se ha vuelto a repetir: hay, como mínimo, un lector para cada libro y un libro para cada lector y cuando se cruzan esos caminos estamos en presencia de algo feliz, algo importante.


Alguien me pidió que le resumiera su argumento. Yo, sólo pude, o quise, revelarle su espíritu, el aliento que engendra esta pequeña novelita. "Es un canto romántico sobre la lectura", dije. Creo que no hay mejor modo de definir las peripecias de este bicho raro que es Firmin, un lector voraz encerrado en el cuerpo de una rata amorfa. Firmin no es otra cosa que una fábula nostálgica sobre un mundo, el del amor a los libros, condenado a extinguirse bajo el vendaval de la modernidad. Me atrevo a aventurar que sólo los letraheridos, los lunáticos lectores contra viento y marea, captarán el alma de este libro humilde y valiente.


Ví hace un tiempo una entrevista televisiva a Roberto Bolaño, en la que el escritor rememoraba cómo su amigo de juventud Mario Santiago, muerto atropellado en Viena antes que el propio Bolaño, le tomaba prestado todos los libros mientras compartían piso en el DF. El autor de "Los detectives salvajes" recuerda que encontraba todos los libros arrugados cuando su compadre los devolvía. Bolaño lo entendió todo un día en el que sorprendió a Santiago leyendo mientras se duchaba. No podía esperar, el tiempo para leer se le quedaba corto. Toda una declaración de principios.


Me gusta imaginar que Mario Santiago hoy leería Firmin y sonreiría con pena al pasar la última página.