13 de octubre de 2010

Odisea

Un rescate demorado a cuentagotas pone fin al salvamento de los mineros de Copiapó. Uno a uno, van regresando a la luz tras tantos días muertos de asco a cientos de metros bajo tierra. Así culmina el primer capítulo de una epopeya a la que el mundo asiste como hambriento de odiseas contemporáneas, cuentos con un final feliz para susurrar a los niños antes de dormir. Una palmadita en la espalda de la humanidad, que se convence a sí misma de que el progreso deviene en milagros inevitablemente.

Como si no hubiera sido la propia acción humana la que arrastró a ese puñado de hombres a bregar cada día en el fondo de la mina. Como si no fuéramos todos un poquito responsables de que hoy mismo otros miles se vean obligados a trabajar en condiciones similares, o mucho peores.

Cuando el último de los treintaytrés asome la cabeza y podamos aplaudir embobados, y cuando se ralentice el diapasón mediático después de devorar sus biografías y exponerlos a todos los focos, tal vez ellos puedan recuperar su vida. Tal vez sea el tiempo de fruncir el ceño y preguntarse a quién favorecen estos folletines tuiteados al segundo. Yo cada vez que veo al tal Piñera sonreír al pie de la mina y vocear grandilocuencias me echo a temblar.

8 de octubre de 2010

Nobel

Vivir a tope, morir joven y dejar un bonito cadáver. Esa máxima, germinada en la épica del rock, puede volcarse también sobre cualquier personaje; la irresistible atracción que suscitan los mártires arrolla todos los logros posibles de una vida.

Pongamos por caso: Guevara y Castro bajaron juntos de Sierra Maestra trayendo la revolución a un pueblo hostigado. Luego se distanciaron, pero la verdadera brecha se abrió entre ellos cuando al Ché lo balearon en Bolivia. Aquella muerte lo convirtió en mito, mientras que Fidel fue poco a poco perdiendo el encanto, mancillando el prestigio del revolucionario con los lamparones de grasa que el poder totalitario deja en la pechera.

Hoy pensaba en eso mientras repasaba las noticias de la concesión del Nobel a Vargas Llosa. Pensaba en lo fácil que resulta ofender a los demás, y en lo inútil de intentar caerle bien a todo el mundo. Parece bastante ajustado creer que, si no el propio Vargas, sí su formidable entorno lleva muchos años haciendo lobby para que llegue este día. Y tan cierto (y tan manido) es decir que su obra merece este premio como que otros muchos grandes autores se murieron sin catar los laureles de la Academia sueca.

Lo único con apariencia de honestidad que le he oído decir a Vargas Llosa en el último tiempo es que a estas alturas ya ni siquiera esperaba este reconocimiento. Le creo, porque lo cierto es que no lo necesitaba. El Nobel no consagra su obra, cuya envergadura está fuera de toda duda; ni apuntala una personalidad y unas actitudes políticas tantas veces desdeñables. Es un desquite fuera de plazo que poco cambia. Pero si apenas sirve para que a un chaval le dé por leer La ciudad y los perros, y perciba el estremecimiento que esas páginas provocan, habrá valido la pena.

5 de octubre de 2010

Una rana en una cacerola

Quinn, protagonista de La última oportunidad, aprovecha un segundo de respiro en mitad de su huida hacia delante, cuando la mala suerte lo arrincona y por muchas prevenciones que tome todo acaba saliendo del revés. Sentado en un coche ajeno, le da por recordar una anécdota de la infancia. Un día en el que atrapó una rana silvestre y se le ocurrió meterla en la cacerola con algo de agua. Y al cabo de un rato puso la cacerola al fuego y se dispuso a observar la reacción de la rana:

"La rana seguía sentada en el agua, le miraba tranquilamente y no se movía. Y, poco a poco, fue aumentando la llama, y contempló cómo crecía y se volvía más azul y la rana seguía sentada en el agua caliente mirando hacia fuera, parpadeando y respirando, aunque sin moverse, hasta que una burbuja alcanzó la superficie del agua, y comprendió que la rana habría seguido allí sentada y mirando incluso después del momento en que ya no habría podido moverse por mucho que lo hubiera necesitado, y entonces apagó el fuego...
...Más tarde pensó que la rana de la cacerola era un buen ejemplo del modo como la gente deja que ciertas cosas a las que está acostumbrada duren muchísimo tiempo, sin darse cuenta de que son precisamente esas cosas a las que está habituada las que le están matando. Y ahora se preguntaba, sentado en el coche de Bernhardt, cuándo llegabas exactamente a ese punto y cómo te dabas cuenta de que estabas cerca de él, y en el caso, poco corriente, de que te dieras cuenta o intuyeras lo que iba a pasar, qué habías de hacer para no quemarte".

Hay quien necesita miles de páginas, una trama intrincada o un lenguaje barroco para articular la idea que da cuerda a su novela. Richard Ford es tan buen escritor que le basta con una breve historia fronteriza, donde el peso de la narración descansa sobre un puñado de perdedores, para desplegar esa reflexión sobre la capacidad que tenemos los hombres de intervenir en nuestro destino.
La peripecia de Quinn, incapaz de torcer el curso de unos acontecimientos que le conducen al despeñadero, pero consciente de que también él tuvo alguna vez en su mano rebelarse contra las circunstancias, sugiere que, como una rana en una cacerola, a veces no nos percatamos de que lo que pasa a nuestro alrededor nos va matando lentamente. Con suerte, caemos en la cuenta. Pero casi siempre demasiado tarde.