8 de octubre de 2010

Nobel

Vivir a tope, morir joven y dejar un bonito cadáver. Esa máxima, germinada en la épica del rock, puede volcarse también sobre cualquier personaje; la irresistible atracción que suscitan los mártires arrolla todos los logros posibles de una vida.

Pongamos por caso: Guevara y Castro bajaron juntos de Sierra Maestra trayendo la revolución a un pueblo hostigado. Luego se distanciaron, pero la verdadera brecha se abrió entre ellos cuando al Ché lo balearon en Bolivia. Aquella muerte lo convirtió en mito, mientras que Fidel fue poco a poco perdiendo el encanto, mancillando el prestigio del revolucionario con los lamparones de grasa que el poder totalitario deja en la pechera.

Hoy pensaba en eso mientras repasaba las noticias de la concesión del Nobel a Vargas Llosa. Pensaba en lo fácil que resulta ofender a los demás, y en lo inútil de intentar caerle bien a todo el mundo. Parece bastante ajustado creer que, si no el propio Vargas, sí su formidable entorno lleva muchos años haciendo lobby para que llegue este día. Y tan cierto (y tan manido) es decir que su obra merece este premio como que otros muchos grandes autores se murieron sin catar los laureles de la Academia sueca.

Lo único con apariencia de honestidad que le he oído decir a Vargas Llosa en el último tiempo es que a estas alturas ya ni siquiera esperaba este reconocimiento. Le creo, porque lo cierto es que no lo necesitaba. El Nobel no consagra su obra, cuya envergadura está fuera de toda duda; ni apuntala una personalidad y unas actitudes políticas tantas veces desdeñables. Es un desquite fuera de plazo que poco cambia. Pero si apenas sirve para que a un chaval le dé por leer La ciudad y los perros, y perciba el estremecimiento que esas páginas provocan, habrá valido la pena.

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