25 de abril de 2010

Fumar


Viaje al fin de la noche pasa por ser el canto desolado de una época, lastrada por las guerras, en la que la salida más a mano era un nihilismo visceral. Así ha sido catalogado desde entonces, encajonado en el archivo de los estereotipos. "¿Queréis sinsentidos, deshumanización, fracaso de la conciencia, muerte de la ética? Aquí tenéis lo que fuimos pero juramos nunca más volver a ser", parecía susurrarnos desde el pasado aquel libro que leímos con genuino deleite romántico. Era divertido echar un vistazo al derrotismo de nuestros abuelos, sabiéndolo superado.

Pero desde aquel tiempo desbocado que dibujó Céline, tal vez lo único que ha cambiado ha sido la apariencia. Ahora, como si habitáramos un sideway, al estilo Lost, un Matrix acolchado donde todo parece ir bien, nos convencemos de que el mundo es una mierda pero tiene remedio.

Los dos tipos que encabezan este texto no comparten esa impresión. Saben que aunque ganamos el partido, no había premio final. Por eso fuman, como una consecuencia inevitable derivada de la certeza de que no hay nada que hacer y que mejor carpe diem que malgastar el tiempo con alteridades.

El tipo de la foto de la izquierda es Houllebecq. Ampliación del campo de batalla fue su primera novela, un retrato del existencialismo de nuevo cuño, el que pinta a un hombre perplejo por lo insustancial de la vida, por lo intrascendente de los esfuerzos reales y de la persecución de los sueños. El narrador afirma: "Me doy cuenta de que fumo cada vez más; debo rondar los cuatro paquetes al día. Fumar cigarrillos se ha convertido en la única parte de verdadera libertad en mi existencia. La única acción con la que me comprometo plenamente, con todo mi ser. Mi único proyecto".

De esa ausencia de proyectos se ocupa también el tipo de la foto de la derecha. El polaco Zygmunt Bauman, quien se ha situado como el nuevo pope del pensar la modernidad, disciplina diagonal que suele otorgar muchos réditos académicos y que a él le ha encumbrado gracias, sobre todo, al término líquido, que este sociólogo octogenario aplica a casi todos los procesos que nos circundan hoy día. A saber: la vida moderna es líquida porque todo fluye, nada perdura porque todo, incluidos nosotros, está programado para ser consumido y desechado a marchas forzadas. Las relaciones, los empleos, los hogares, las familias..., antaño bastiones de nuestra identidad, hoy no son más que objetos de usar y tirar.

Una lectura paralela de Vida Líquida y de Ampliación del campo de batalla es capaz de oscurecer hasta este día de primavera. Un buen día para dejar de fumar. O para empezar a hacerlo.

15 de abril de 2010

Traidores



Anatomía de un instante, en diez pasos:

1) Terminé este libro en la mañana del 14 de abril. Tal vez sea el día apropiado para dar cuenta de su lectura. El día de la República, y en mitad del fragor revisionista que atizan quienes le buscan las cosquillas a Garzón y de la reacción airada de aquellos que se levantan en su defensa, quizás valga la pena recordar que el incidente del 23 de febrero de 1981 sirvió para sellar del todo la demolición controlada del régimen franquista, en un esfuerzo, quizás no tan compartido como nos queremos contar a nosotros mismos.

2) Anatomía de un instante me ha recordado a El material humano. Ambos son el testimonio crudo de un intento fracasado: el de levantar una novela a partir de los hechos reales. La Historia no es otra cosa que un relato, pergeñado entre todos, perpetuamente querellado, siempre puesto en cuestión. Una novela escrita a infinitas manos.

3) De ahí que no pueda, ni deba, trocearse la Historia. De ahí que, tanto para hablar de Garzón como para hablar de Suárez, haya que leer el libro, el de la Historia, desde el principio hasta el final. Escribe Cercas: "Segmentar la historia es realizar un ejercicio arbitrario, en rigor, es imposible precisar el origen exacto de un acontecimiento histórico, igual que es imposible precisar su exacto final: todo acontecimiento tiene su origen en un acontecimiento anterior, y este en otro anterior, y este en otro anterior, y así hasta el infinito, porque la historia es como la materia y en ella nada se crea ni se destruye: sólo se transforma".

4) Apresurémonos a decir, por tanto, que la Historia a veces se amasa gracias a los "héroes de la retirada", como los bautizó Enzensberger, y como sostiene este fascinante relato del autor de Soldados de Salamina. Gorvachov, el polaco Wojciech Jaruzelski, el húngaro Janos Kadar y, finalmente, Suárez, eran para el ensayista germano líderes que dedicaron sus esfuerzos a socavar el sistema en el que medraron hasta llegar a la cúpula. Y, desde allí, desde lo más alto, iniciar su derrumbe.

5) Por eso, porque para ser héroes primero fueron traidores, la historia tarda en honrarles. O no lo hace nunca. Cito a Cercas: "suponiendo que podamos de veras admirar a los héroes y no nos incomoden o nos ofendan disminuyéndonos con las enfáticas anomalías de sus actos, quizá no podamos admirar a los héroes de la retirada, o no plenamente, y por eso no queremos que vuelvan a gobernarnos una vez concluida su tarea: porque sospechamos que en ella han sacrificado su honor y su conciencia, y porque tenemos una ética de la lealtad, pero no tenemos una ética de la traición".

6) Carrillo, Gutiérrez Mellado, Suárez. Fueron los únicos que no se escondieron bajo su escaño aquella tarde, "mientras las balas zumbaban a su alrededor". Y los tres, reflexiona Cercas, no era otra cosa sino traidores. Carrillo, que doblegó sus postulados comunistas y revolucionarios para adaptarse al nuevo régimen. Gutiérrez Mellado, que revocó todo su prestigio de militar franquista y sensato, de combatiente rebelde en la guerra, para descabezar por acción u omisión a un ejército atrabiliario y naftalino. Y, por último, Suárez, el arribista, el chisgarabís superficial y ambicioso, que escaló peldaño a peldaño por el aparato del Movimiento, convenciendo a unos y a otros de que era de los suyos para a la hora de la verdad no ser de nadie más que de sí mismo, fiel a su intuición "de político puro".

7) El recuerdo que yo tengo de Suárez es un cartel electoral de fondo blanco y letras verdes. Lo más probable es que se tratase del cartel de las elecciones de 1989. Para mí Suárez era algo parecido al Atlético de Madrid: un secundario pintón pero prescindible en un campeonato que no acababa de entender pero del que ya llevaba los colores. Una bruma densa pero pasajera.

8) Veo a Punset (que militó con Suárez, por cierto) asombrarse de que siga utilizándose el testimonio de los testigos como prueba irrefutable ante un tribunal, cuando la memoria siempre tiende a engañar. Algo similar me ocurre con Suárez y el Rey. Tengo la insólita sensación de que el Rey es mayor que Suárez, cuando en realidad este último nació en 1932 mientras que el monarca lo hizo en el 38. Supongo que esto se explica por la desigual exposición mediática de uno y otro. El icono Suárez se quedó encerrado en aquél cartel de CDS. El icono Rey sigue saliendo en El Jueves, en Hola, en ABC.

9) No existen los mitos. Siempre son maleables. Siempre están sujetos al escrutinio ajeno, a la degradación. Sólo la literatura los dignifica un poco, como un alivio. Comparo a Suárez (al Suárez que pinta Cercas) y a Zapatero. Veo su soledad, su aislamiento, su audacia suicida, su falta de respeto a propios y a extraños, su extravío, su capacidad para cabrear a casi todos, para entusiasmar primero pero acabar irremisiblemente defraudando, su fulgurante ascenso y su caída en la mediocridad; su proverbial arribismo, su desprecio por las fórmulas de ascenso social reinantes, su ambición desmedida. De nuevo, políticos puros. Sólo el tiempo, y tal vez la literatura, puede redimirles.

10) No tengo el criterio suficiente para sentenciar con argumentos las virtudes de Cercas. Pero valoro su búsqueda del aliento épico que late tras ciertos gestos, su convicción irredenta de que la manera en la que entendemos y cosemos el mito de nuestros héroes nos retrata. Porque a menudo los héroes son hitos coyunturales, estrellas fugaces, peleles necesarios. Mártires sin gloria. Traidores.

6 de abril de 2010

Archivo volátil



Javier Echeverría, profesor de Filosofía de la Ciencia, escribió a mediados de los noventa dos títulos que se granjearon bastante predicamento en la comunidad científica interesada por los inminentes cambios que las tecnologías de la comunicación iban a deparar en el cuerpo social. Primero (y sobre todo) Telépolis y más tarde Cosmopolitas domésticos lograron introducir en la literatura académica española la conciencia de que se avecinaba un mundo nuevo, con otras reglas, o, al menos, un proceso de transición entre distintos modos de entender las relaciones humanas y la organización social.

De la lectura apresurada de Cosmopolitas domésticos rescato dos cosas: la primera, la inevitable sensación de que los augurios tecnofílicos son siempre una moneda al aire. Pueden, o pasarse de voluntaristas, o quedarse cortos en sus predicciones. En este caso, es desasosegante comprobar cómo algunas de las posibilidades que Echeverría le atribuía a una recién nacida Internet han quedado ya como usos casi periclitados por las oportunidades que hoy en día ofrece la red.

Pero la reflexión más interesante del libro se halla en su análisis de cómo las telecasas de hoy han motivado una transformación profunda en la manera de almacenar y construir la identidad individual y colectiva y la memoria. En 1995, Echeverría advertía de que los "nuevos" dispositivos, como los CD, arrumbarían con su tremenda capacidad de almacenaje la pertinencia de las bibliotecas. Quince años después, comprobamos la tibieza de aquellos vaticinios. Muy poca gente maneja hoy los discos compactos para archivar su música, sus vídeos o sus documentos. Hoy mucha de nuestra vida cabe en un pen drive que guardamos distraídamente en un bolsillo. Y ese es sólo un paso intermedio. La memoria se guarda ahora de una manera creciente en redes y servidores ajenos a nuestra propia casa. Echeverría aludía también a la revolución impuesta por el teledinero, que sirvió para que las tarjetas bancarias desplazaran al monedero y las cuentas bancarias a las cajas fuertes o el bajo del colchón. Lo que sucedió entonces con nuestro patrimonio financiero comienza a ocurrir con nuestro patrimonio íntimo. Cada vez más nuestros anales cotidianos se albergan a distancia, se confían a cancerberos que, como ya hacen los bancos con nuestros ahorros, velan, por una módica tasa, por la seguridad e incluso por la rentabilidad de nuestros recuerdos.

Alacenas, cajones, álbumes, cuadernos, todo aquello está sentenciado a muerte. Flickr sustituye nuestro álbum de fotos. Wordpress o Blogger son nuestros diarios personales, desplegados al universo y nunca más enclaustrados en un cajón. Youtube o Vimeo han pasado a ser los nuevos VHS con los que torturar a los incautos con el vídeo de nuestras últimas vacaciones. Spotify ha aniquilado la pretérita mix tape que pergeñábamos con los himnos de nuestra adolescencia.

Y pronto los libros ajados que poblaban nuestras bibliotecas estarán, ni siquiera en un e-reader, sino en red: accederemos a ellos desde cualquier punto del planeta, pero su almacenaje físico se hallará en un servidor que cualquier empresa recóndita alquile a nuestro prestador de servicios.

Echevarría alude al tálamo homérico como la estancia en el que Ulises hace guardar a Penélope los bienes más preciados de su hogar. Y viene a decirnos que aquél concepto de la casa como el bastión inexpugnable donde depositar lo que más queremos se ha extinguido. Nunca como hoy disponemos de tanta capacidad para movernos por el mundo, libres de las cargas que impone el parentesco, la frontera, el Estado o las divisas. Y sin embargo, escogemos quedarnos sentados. Mirar desde casa como la realidad se va construyendo en nuestras pantallas. Y cómo nuestra memoria se teje en el ciberespacio.