6 de abril de 2010

Archivo volátil



Javier Echeverría, profesor de Filosofía de la Ciencia, escribió a mediados de los noventa dos títulos que se granjearon bastante predicamento en la comunidad científica interesada por los inminentes cambios que las tecnologías de la comunicación iban a deparar en el cuerpo social. Primero (y sobre todo) Telépolis y más tarde Cosmopolitas domésticos lograron introducir en la literatura académica española la conciencia de que se avecinaba un mundo nuevo, con otras reglas, o, al menos, un proceso de transición entre distintos modos de entender las relaciones humanas y la organización social.

De la lectura apresurada de Cosmopolitas domésticos rescato dos cosas: la primera, la inevitable sensación de que los augurios tecnofílicos son siempre una moneda al aire. Pueden, o pasarse de voluntaristas, o quedarse cortos en sus predicciones. En este caso, es desasosegante comprobar cómo algunas de las posibilidades que Echeverría le atribuía a una recién nacida Internet han quedado ya como usos casi periclitados por las oportunidades que hoy en día ofrece la red.

Pero la reflexión más interesante del libro se halla en su análisis de cómo las telecasas de hoy han motivado una transformación profunda en la manera de almacenar y construir la identidad individual y colectiva y la memoria. En 1995, Echeverría advertía de que los "nuevos" dispositivos, como los CD, arrumbarían con su tremenda capacidad de almacenaje la pertinencia de las bibliotecas. Quince años después, comprobamos la tibieza de aquellos vaticinios. Muy poca gente maneja hoy los discos compactos para archivar su música, sus vídeos o sus documentos. Hoy mucha de nuestra vida cabe en un pen drive que guardamos distraídamente en un bolsillo. Y ese es sólo un paso intermedio. La memoria se guarda ahora de una manera creciente en redes y servidores ajenos a nuestra propia casa. Echeverría aludía también a la revolución impuesta por el teledinero, que sirvió para que las tarjetas bancarias desplazaran al monedero y las cuentas bancarias a las cajas fuertes o el bajo del colchón. Lo que sucedió entonces con nuestro patrimonio financiero comienza a ocurrir con nuestro patrimonio íntimo. Cada vez más nuestros anales cotidianos se albergan a distancia, se confían a cancerberos que, como ya hacen los bancos con nuestros ahorros, velan, por una módica tasa, por la seguridad e incluso por la rentabilidad de nuestros recuerdos.

Alacenas, cajones, álbumes, cuadernos, todo aquello está sentenciado a muerte. Flickr sustituye nuestro álbum de fotos. Wordpress o Blogger son nuestros diarios personales, desplegados al universo y nunca más enclaustrados en un cajón. Youtube o Vimeo han pasado a ser los nuevos VHS con los que torturar a los incautos con el vídeo de nuestras últimas vacaciones. Spotify ha aniquilado la pretérita mix tape que pergeñábamos con los himnos de nuestra adolescencia.

Y pronto los libros ajados que poblaban nuestras bibliotecas estarán, ni siquiera en un e-reader, sino en red: accederemos a ellos desde cualquier punto del planeta, pero su almacenaje físico se hallará en un servidor que cualquier empresa recóndita alquile a nuestro prestador de servicios.

Echevarría alude al tálamo homérico como la estancia en el que Ulises hace guardar a Penélope los bienes más preciados de su hogar. Y viene a decirnos que aquél concepto de la casa como el bastión inexpugnable donde depositar lo que más queremos se ha extinguido. Nunca como hoy disponemos de tanta capacidad para movernos por el mundo, libres de las cargas que impone el parentesco, la frontera, el Estado o las divisas. Y sin embargo, escogemos quedarnos sentados. Mirar desde casa como la realidad se va construyendo en nuestras pantallas. Y cómo nuestra memoria se teje en el ciberespacio.

1 comentarios:

nueva gomorra dijo...

Pues me alegro mucho de que El inventor de las palabres te guste. Es el mejor libro que he leído en el año. Interesante blog. Nos seguiremos pasando.

Un saludo.

Juan -NG-