28 de mayo de 2009
5 de mayo de 2009
Fiebre
Esperaba el momento propicio para desenvainar la bandera en la que va impreso este post. Esperaba una quiebra, un aldabón que atruena de golpe y despierta la tecla dormida. Y, ya en pie, prietas las filas, recitar a voz en grito, como un himno, lo que sigue.
Nunca mejor que hoy para escribir esto. Nunca mejor que después de arrastrar tu orgullo fanático por el fango de una goleada en casa. Nunca más cerca que hoy de lo que narra Fever Pitch.
En un pasaje de esta autobiografía futbolófila, Nick Hornby habla de una de las cosas que más ama de su pasión por el fútbol. Una patente exclusiva de los fanáticos: cuando se produce un clímax alrededor de tu equipo (una derrota humillante, una eliminación o un triunfo brillante), el fanático se sabe arropado, así sea en la distancia, por la familia, los amigos, las ex novias, los compañeros de los que hace siglos que no tienes noticias. El fanático siente, tal vez exagerando, pero qué importa, que en uno de esos momentos culminantes (el de este sábado, por qué no) hay una esquirla del pensamiento de toda esa gente que se desprende de su origen y viaja a la grada, para ofrecer, solidaria, un hombro donde llorar las derrotas o una copa con la que brindar por las victorias.
Así como algunos hombres disponen del asidero de la fe religiosa o del orgullo patriótico, hay algunos súbditos del fútbol que utilizamos este deporte idiota para sentirnos identificados con algo. Y funciona. Vaya que sí. Hornby hace aquí inventario de su vida y no encuentra un modo cabal de disociarla del fútbol. Muchos de sus momentos culminantes, las postas inevitables que toda vida acarrea (iniciación, relaciones sentimentales, estudios, desvelos laborales, vocación, reconocimiento) corren de manera paralela a la evolución del Arsenal, ese club del norte de Londres que siempre jugó el peor fútbol imaginable hasta que hace unos años un francés espigado de nombre Wenger transformó lo que no era más que una pandilla de pendencieros entusiastas en una cosmopolita y sofisticada legión de profesionales futbolistas que juegan, o al menos lo intentan, de maravilla.
Lo que el escritor londinense traza aquí, hablando en primera persona desde la fiebre fanática, es una identificación esencialmente ilógica, algo muy de entender para el profano y, en consecuencia, de explicar. Por eso se agradece el empeño de Hornby, el despliegue de honestidad que ofrecen estas páginas, que tratan de reivindicar la fuerza unificadora del fútbol, su formidable poder de convocatoria, su capacidad para proporcionarnos a unos cuantos millones de chiflados alrededor del globo un tema común de apego.
En un mundo esquizofrénico en el que tantos inventos humanos no hacen sino dividirnos, alejarnos, encastillarnos, en este último tiempo he tenido oportunidad de comprobar en primera persona cómo el fútbol es un idioma internacional que derriba fronteras y torres de babel con la facilidad con la que un niño chuta una pelota en un baldío. No recuerdo ya quien dijo que el fútbol es la cosa más importante de entre todas aquellas cosas que no importan. Nick Hornby (y yo, claro) hubiera apostillado: en un lado de la balanza, la espina dorsal de tu vida; en el otro, las cosas ociosas. Y en el medio, de contrapeso, dominándolo todo, un balón.
2 de mayo de 2009
Argumento
A veces los libros también son exigentes contigo, lector. A veces no eres tú quien juzga, sino quien se sienta en el banquillo, con las cartas sobre la mesa y los grilletes zapando tus muñecas, a la espera de que el libro que lees dicte sentencia: justo en el momento en que índice y pulgar quiebran la frontera de última página y caes en la cuenta de que todo ha sido un juego de espejos, algo parecido al proceso kafkiano, pero con el salvoconducto de la vigilia. Que se lo digan a los millones de lectores que han padecido el trance de La invención de Morel.
Tal vez no se pueda escribir hoy como en 1940. Desde entonces, el hombre ha pisado la luna, ha perfeccionado la bomba atómica, tenemos microondas e Internet, y podemos hablar con Manhattan desde una cala recóndita del Índico. También, por tanto, ha evolucionado la escritura. Cosas que nos parecen tan cotidianas despuntarían a los ojos de un tipo de 1940 como potingues de druida, artilugios del demonio. En el prólogo que Borges dedicó a La invención de Morel, aquél apostaba por la pervivencia de la novela de géneros, con argumentos tan demoledores que aún hoy en día no veo modo de hacer frente. Criticaba a teóricos como Ortega que consideraban muerta la novela argumental y abogaban por una novela psicológica. Borges, para quien la literatura fue un artilugio divertido que había que tomarse muy serio, siempre tuvo fe en la fuerza de una buena historia. Frente a quienes, hace un siglo, ya decretaban finiquitada este tipo de literatura, él enarbolaba Otra vuelta de tuerca, El proceso, o la propia obra de Bioy como argumentos de autoridad. La lección a tomar en cuenta es que quizás no se pueda escribir hoy La invención de Morel, pero por qué no intentarlo.
Hay libros que no envejecen, en la medida en que, como el propio artilugio moreliano, liban la esencia de sus lectores para continuar eternamente frescos. Hay libros vampiro que, generación tras generación, soportan las críticas, las revisiones, los intentos de asimilación. Parafraseando a Bolaño, la literatura es una máquina acorazada que no se preocupa de los escritores. Es posible que La invención de Morel haya olvidado, hace algunas décadas, que algún día fue poco más que polvo en el aire, la creación de un dios caprichoso y osado, un doctor Frankenstein incapaz de prever las derivaciones futuras de la cosa. Un escritor llamado Bioy Casares, que opinaba, quizás bisoño, quizás gurú, que esto de escribir es antes que nada un juego.