2 de mayo de 2009

Argumento


A veces los libros también son exigentes contigo, lector. A veces no eres tú quien juzga, sino quien se sienta en el banquillo, con las cartas sobre la mesa y los grilletes zapando tus muñecas, a la espera de que el libro que lees dicte sentencia: justo en el momento en que índice y pulgar quiebran la frontera de última página y caes en la cuenta de que todo ha sido un juego de espejos, algo parecido al proceso kafkiano, pero con el salvoconducto de la vigilia. Que se lo digan a los millones de lectores que han padecido el trance de La invención de Morel.

Tal vez no se pueda escribir hoy como en 1940. Desde entonces, el hombre ha pisado la luna, ha perfeccionado la bomba atómica, tenemos microondas e Internet, y podemos hablar con Manhattan desde una cala recóndita del Índico. También, por tanto, ha evolucionado la escritura. Cosas que nos parecen tan cotidianas despuntarían a los ojos de un tipo de 1940 como potingues de druida, artilugios del demonio. En el prólogo que Borges dedicó a La invención de Morel, aquél apostaba por la pervivencia de la novela de géneros, con argumentos tan demoledores que aún hoy en día no veo modo de hacer frente. Criticaba a teóricos como Ortega que consideraban muerta la novela argumental y abogaban por una novela psicológica. Borges, para quien la literatura fue un artilugio divertido que había que tomarse muy serio, siempre tuvo fe en la fuerza de una buena historia. Frente a quienes, hace un siglo, ya decretaban finiquitada este tipo de literatura, él enarbolaba Otra vuelta de tuerca, El proceso, o la propia obra de Bioy como argumentos de autoridad. La lección a tomar en cuenta es que quizás no se pueda escribir hoy La invención de Morel, pero por qué no intentarlo.

Hay libros que no envejecen, en la medida en que, como el propio artilugio moreliano, liban la esencia de sus lectores para continuar eternamente frescos. Hay libros vampiro que, generación tras generación, soportan las críticas, las revisiones, los intentos de asimilación. Parafraseando a Bolaño, la literatura es una máquina acorazada que no se preocupa de los escritores. Es posible que La invención de Morel haya olvidado, hace algunas décadas, que algún día fue poco más que polvo en el aire, la creación de un dios caprichoso y osado, un doctor Frankenstein incapaz de prever las derivaciones futuras de la cosa. Un escritor llamado Bioy Casares, que opinaba, quizás bisoño, quizás gurú, que esto de escribir es antes que nada un juego.

1 comentarios:

José Julio Perlado dijo...

Un saludo desde Mi Siglo, en el que hoy cito tu blog con mi agradecimiento.
Paseando, como siempre, por la tarima del horizonte,
JJP