21 de abril de 2009

Esperando a Alan Pauls


Gran parte de estas notas portátiles, al menos del último tiempo, tienen un corte muy similar. Todas nacen de una inspiración repentina, un libro, una película, el fútbol, las noticias. Hay también una frase que prende la mecha, un par de ideas difusas que vienen y van, y al fin, un golpe de tecla que las corporiza. Con el tiempo he comprobado que las notas me gustan más así, como atrofiadas, monstruos imperfectos, textos donde el retoque es casi tabú. Me sirven para darme una idea de cómo acostumbra a funcionar mi cerebro sin la dictadura de la revisión, lejos de la jaula de paciencia. Y aunque cada vez se me hace más difícil percutir en esa fórmula, y al cabo lo que escribo pierde ese aire de improvisación que solía agradarme, orillemos, a cuenta de la casa, las excusas, y entremos en harina.

De Alan Pauls tuve noticia, por vez primera, gracias a Bolaño, que glosaba la figura del autor porteño como un fantasma difuso con el que mantuvo una breve y extravagante relación epistolar. Luego leí, con placer, El Pasado, y supe que ese libro explicaba muchas cosas que yo en aquel momento no entendí, pero que algún día comprendería en su plenitud. Y esa novela sirvió, además, como el bálsamo revitalizante para uno de esos valles que atravieso de vez en cuando en los que odio los libros. 

Así que la deuda con Pauls estaba ahí, reclamando su legítimo derecho a ser resuelta: hace un par de meses compré Wasabi y ahora he encontrado un ratillo para leerla. Y he vuelto a comprobar que Pauls escribe muy bien, tanto que se me hace difícil encontrarle hoy en día parangón a esa prosa tan exuberante. Escribe tan bien que a veces parece que no necesita una historia para embelesar al lector. Tan bien, de hecho, que esa perfección formal acaba por revelarse como un hándicap. Donde otros arriesgan todo, donde empeñan hasta el último céntimo de su patrimonio, a él le basta con extender, distraído, un cheque cuajado de ceros.

No es que sus historias no valgan la pena. Gravita sobre ellas la pérdida de identidad del hombre de hoy, su incapacidad para aceptar el nuevo rol, paritario, que el curso de los tiempos ha dispuesto. El varón siempre parece en desventaja para Pauls, siempre es el elemento que alza el pañuelo blanco y asume su rendición y entrega las armas en la batalla de sexos. Una reflexión que predomina en El Pasado, su novela más ambiciosa y compleja, y que ya se prefigura en Wasabi, que parece una prueba de campo entonada por Pauls para acometer más tarde la caza mayor de El Pasado. Esta nouvelle lisérgica que narra el caótico periplo europeo de un escritor neurótico y su esposa se deja leer, a ratos con el deslumbramiento que propician algunos de sus pasajes, pero cuando acaba el libro, queda un rastro agridulce, una sensación de empeño inacabado. Queda la cuestión de si todo ese talento narrativo no debería quizás emplearse en apuestas más arriesgadas, en la línea de El Pasado. Señor Pauls, desde aquí se lo pido, humilde. No derroche su capacidad en fuegos de artificio. No nos prive de la obra maestra que lleva dentro y que no le quedará más remedio que entregarnos más tarde o más temprano. Espero ese día, sentado, leyendo el resto de deliciosos entrantes que ha preparado para nosotros. 


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