13 de abril de 2009

Burladero

Se puede escribir siempre, sí. Y se puede leer siempre. Y de hecho, a pesar de que la vida se impone, indómita, y subordina bajo su yugo cualquier propósito de escritura y de lectura, escribes, y lees también; a ratos, como desgarrando jirones de toda esa materia gris que vuelcas casi por completo en otra actividad, tan excluyente.

Viajé. Huí. Y ahora cuesta retomar el pulso y notas que lo que escribes pesa, puedes casi sentir cómo se hunde tu pensamiento, torpe, lento, mórbido, en el fango de la hoja en blanco. Fuera de sitio, desubicado, pensé, tal vez la escritura vuele más rápido, liberada de las cadenas que impone la patria, la rutina aceptada, la oficina. Pero una vez más me descubro lejos de mis libros, y mis cuadernos, y noto, lo voy haciendo ya que se cumple casi un mes desde que me fui, que va a ser difícil retomar la rutina intelectual que ya casi tenía adoptada antes del viaje. Leo, claro, incluso descubro poco a poco el placer de hacerlo en otro idioma que no es el mío. Pero no encuentro ni el tiempo ni la serenidad precisas para sentarme a anotar la impresión de lo leído. Como ya anoté en el post anterior, sólo es un brochazo informe y sin trabazón.

Pero da un poco de pena no dejar constancia de que ha pasado por mis manos El quinto en discordia, de Robertson Davies. Da pena porque es una novela deslumbrante, llena de ingenio, sabia, nada pomposa, bien articulada. Casi perfecta, no digo más. Bueno, sí:

Huyes a menudo de las historias con broche, en las que el misterio final se revela en un súbito y extravagante giro postrero. Es un tópico fácilmente identificable en las novelas de género, pero con el tiempo y las lecturas uno se da cuenta de que las más grandes narraciones no son más que una recreación original de toda una tradición. Le oí decir a Bolaño (gran vindicador del género como cimiento de la novela) en una entrevista que a estas alturas de la película la novela de argumento está muerta y es verdad. Si alguien pretende hacernos creer que lo que cuenta su libro es una historia inédita, o nos toma el pelo o es muy mal escritor o, peor, un pésimo lector.Por todo ello hay que llamar la atención sobre el giño en el que se asienta esta novela de Davies, primera de una trilogía que espero retomar cuanto antes. El quinto en discordia no es más que una recreación narrativa de un cliché teatral, que señala que en toda obra dramática ha de existir un quinto personaje que juega un rol secundario en la trama, pero cuya presencia se hace indispensable para desencadenar el conflicto y completar el círculo. No es el protagonista, no es su malvado antagonista, ni la dama, ni la bruja que contamina el transcurso de la historia. Es un personaje brumoso, que viaja a lo largo del tiempo en un vagón anexo a los acontecimientos hasta que, de manera deliberada, o involuntariamente, se introduce en el curso de los hechos y salpica con su actitud el devenir de la historia. Ese es Ramsay, el narrador de esta historia, que nos contará, desde su juicioso y, a ratos, excesivamente tibio, punto de vista, todo lo que ocurre alrededor de sus vivencias, que no son pocas, y que abarcan buena parte del siglo XX. Desde un cómodo burladero intelectual e incluso moral, Ramsay narra su vida de niño atribulado en la Canadá profunda. Su participación en la Gran Guerra, de la que regresa a casa con honores y pata de palo, y su posterior dedicación a los libros, la docencia y la hagiografía como pasión casi obsesiva. Él se tomará la molestia de relatarnos no sólo su vida, sino también lo que le sucede, a lo largo de las décadas, a sus vecinos y compañeros de infancia, o, al menos, de lo que a él le queda constancia. Muertes, desengaños, reencuentros azarosos, fogonazos de felicidad modesta pueblan una narración que hace buena la tesis recurrente de que la sencillez es una divisa prioritaria para el novelista. Davies escribe como el carpintero viejo que pule la madera: sin darse importancia, consciente de que son los años quienes proveen sabiduría si uno sabe administrar la experiencia. Sólo unos pocos escogidos nacen tocados por el don de la virtud artística, el resto somos meros artesanos que modelan un estilo con el paso del tiempo y, con suerte, un día aprenden a detectar sus defectos y a cerrarles el paso allá donde emergen.

1 comentarios:

Nopolulú dijo...

pché