5 de mayo de 2009

Fiebre


Esperaba el momento propicio para desenvainar la bandera en la que va impreso este post. Esperaba una quiebra, un aldabón que atruena de golpe y despierta la tecla dormida. Y, ya en pie, prietas las filas, recitar a voz en grito, como un himno, lo que sigue.

Nunca mejor que hoy para escribir esto. Nunca mejor que después de arrastrar tu orgullo fanático por el fango de una goleada en casa. Nunca más cerca que hoy de lo que narra Fever Pitch.

En un pasaje de esta autobiografía futbolófila, Nick Hornby habla de una de las cosas que más ama de su pasión por el fútbol. Una patente exclusiva de los fanáticos: cuando se produce un clímax alrededor de tu equipo (una derrota humillante, una eliminación o un triunfo brillante), el fanático se sabe arropado, así sea en la distancia, por la familia, los amigos, las ex novias, los compañeros de los que hace siglos que no tienes noticias. El fanático siente, tal vez exagerando, pero qué importa, que en uno de esos momentos culminantes (el de este sábado, por qué no) hay una esquirla del pensamiento de toda esa gente que se desprende de su origen y viaja a la grada, para ofrecer, solidaria, un hombro donde llorar las derrotas o una copa con la que brindar por las victorias.

Así como algunos hombres disponen del asidero de la fe religiosa o del orgullo patriótico, hay algunos súbditos del fútbol que utilizamos este deporte idiota para sentirnos identificados con algo. Y funciona. Vaya que sí. Hornby hace aquí inventario de su vida y no encuentra un modo cabal de disociarla del fútbol. Muchos de sus momentos culminantes, las postas inevitables que toda vida acarrea (iniciación, relaciones sentimentales, estudios, desvelos laborales, vocación, reconocimiento) corren de manera paralela a la evolución del Arsenal, ese club del norte de Londres que siempre jugó el peor fútbol imaginable hasta que hace unos años un francés espigado de nombre Wenger transformó lo que no era más que una pandilla de pendencieros entusiastas en una cosmopolita y sofisticada legión de profesionales futbolistas que juegan, o al menos lo intentan, de maravilla.

Lo que el escritor londinense traza aquí, hablando en primera persona desde la fiebre fanática, es una identificación esencialmente ilógica, algo muy de entender para el profano y, en consecuencia, de explicar. Por eso se agradece el empeño de Hornby, el despliegue de honestidad que ofrecen estas páginas, que tratan de reivindicar la fuerza unificadora del fútbol, su formidable poder de convocatoria, su capacidad para proporcionarnos a unos cuantos millones de chiflados alrededor del globo un tema común de apego.

En un mundo esquizofrénico en el que tantos inventos humanos no hacen sino dividirnos, alejarnos, encastillarnos, en este último tiempo he tenido oportunidad de comprobar en primera persona cómo el fútbol es un idioma internacional que derriba fronteras y torres de babel con la facilidad con la que un niño chuta una pelota en un baldío. No recuerdo ya quien dijo que el fútbol es la cosa más importante de entre todas aquellas cosas que no importan. Nick Hornby (y yo, claro) hubiera apostillado: en un lado de la balanza, la espina dorsal de tu vida; en el otro, las cosas ociosas. Y en el medio, de contrapeso, dominándolo todo, un balón.

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