28 de mayo de 2009

Suicidas


“Suicidarse no es el crimen perfecto que postula Romeo, sino el auténtico genocidio. Quien se mata a sí mismo atenta nuclearmente contra todo lo humano. Un niño suicida da más miedo que Auschwitz”.


Habla así lector malherido sobre Amarillo, de Felix Romeo, un libro que disecciona el proceso por el que un amigo del autor acabó suicidándose en 1992. Como si palpando en una pared a oscuras, por fin encontrara el interruptor del pensamiento, esta crítica me mostró un lazo insólito con la lectura de Night Train, de Martin Amis, para dar trabazón al desarrollo de una idea: el suicidio como la gran asignatura pendiente de la búsqueda del bienestar humano. Y la literatura, tan pendiente de la inmortalidad que acaba siendo anodinamente humana, tan pedestre, tampoco ha sido ajena a la muerte autoinfligida.

La muerte es tan natural como la tierra que pisas y, mal que nos pese, el suicidio es una forma más de muerte. No hay nada demasiado especial en el hecho de que alguien decida cuándo ha llegado el momento de quitarse de en medio. Pero nosotros necesitamos cuestionarnos qué pieza faltaba, como en un rompecabezas, como en una novela policíaca, quienes nos quedamos a este lado de las puertas del infierno precisamos respuestas al gran interrogante. Esa es precisamente la vía que explora Amis en este libro. Cuando empiezas a escuchar la confesión de la detective Mike Hoolihan, esta policía de fisonomía y nombre masculinos, alcohólica y atormentada, lo haces tratando de rascar en la superficie de su investigación en busca de una respuesta que infunda lógica al misterio de la muerte de una joven y atractiva profesional, que mantenía una sana relación sentimental y a la que nadie de su entorno conocía tormento alguno ni oscuros vínculos interesados en su desaparición. Acompañas a Mike en esas pesquisas inducidas por Tom, padre de la víctima y jefe de Mike, por añadidura. Vives con ella esa frustración de ir tachando opciones de entre el puñado de causas posibles, de sombríos caminos de investigación que conduzcan a un porqué, a un quién.

Y al cabo empiezas a entrever que no vas a encontrar una trama de detectives. Disciernes que lo que Amis trata de contarte no es una de Agatha Christie. Comprendes que la caja negra de esta historia está vacía simplemente porque a veces no hay respuestas para nuestras preguntas y no importa si nos hacemos muchas preguntas o si nos conformamos con imaginar una salida fácil.

Amis usa la voz narrativa de una policía, mujer, para más señas -aunque para nada femenina- para guiarte por este empedrado de equívocos. Se supone que las mujeres albergan un sexto sentido que debe ir impreso en el cromosoma que nos falta a los varones. Se supone que ese sexto sentido las habilita para desentrañar este tipo de cuestiones, los lazos transparentes que ligan la decisión de matarse a uno mismo. Se supone que si eres policía y mujer, y la víctima es también mujer, y que te une con ella un cariño casi filial, debe existir también una especie de empatía que desentrañe el misterio de su suicidio. Y Mike, finalmente, lo logra, despeja la incógnita del fatal acertijo. Ocurre que esa respuesta viaja en el tren nocturno, donde todo es tinieblas, y nunca se baja de él.

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