28 de marzo de 2011

Saber y ganar

Comoquiera que uno no es inmune al proceso químico que empuja al organismo a dejarse llevar por el sopor tras cada ingesta, ahora que nos sobra tiempo invertimos una media hora en despanzurrarnos en el sofá, con toda la sangre trabajando en las entrañas. La digestión. Bajamos la guardia; encendemos la tele. Y no hay otra cosa potable que Saber y Ganar. Han bastado un par de semanas para engancharse de nuevo a este artefacto marciano que sobrevive en la parrilla.

El clima de este programa camina entre el surrealismo y la compostura, en un equilibrio rarísimo entre el espídico Jordi Hurtado y unos concursantes que siempre, inevitablemente, parecen fuera de lugar. Como si acabasen de ser teletransportados desde un oscuro pasillo de biblioteca a las luces de ese plató que suena a eco.

La mayoría de ellos son feos, medio calvos, pálidos y miopes. Tienen peinados imposibles, visten prendas que nunca son de su talla y que jamás aparecieron ni aparecerán en un catálogo de moda. Y, sin embargo, provocan la envidia de quien contempla, perplejo, su eficacia para responder a tanta pregunta, y tan difícil, sin pestañear. Como androides desgarbados. Los vemos y sentimos una extraña mezcla de lástima y admiración. Una especie de culpa que nos reconcome al comprobar que aquí la sabiduría sólo se premia en el saldo de la sobremesa.

España es un país que castiga la ausencia de carisma y celebra la picaresca. Un país donde ni los presidentes de gobierno ni los banqueros hablan idiomas. Donde al conocimiento sólo se le permite exhibirse en un concurso minoritario del segundo canal de la tele pública; como una feria de muestras en provincias; como una extravagancia que conviene tener arrinconada. No vaya a ser que, por comparación, nos descubra las vergüenzas.

Ninguno de los concursantes de Saber y Ganar publicará un panfleto archileído y perfectamente olvidable. Ninguno casa con la intelectualidad trendy. Son sabios y cultos, pero están muy lejos del malditismo precisado para convertirse en un éxito en este tiempo del pensamiento de usar y tirar. De la autoayuda y el coaching.

Lo pienso mientras lo escribo: el nivel de autoexigencia de un concursante de Saber y Ganar es muy superior a la media. Me los imagino, a casi todos, tratando de pergeñar novelitas con las que hacerse ricos. Pero no pueden; un concursante de Saber y Ganar se sienta y le sale Guerra y Paz. Y así no hay manera.

22 de marzo de 2011

Abel Jaszoon Tasman

Martin Amis es un escritor sólido. Es lo mejor que uno puede decir de un tipo, que -de acuerdo- tal vez lo ha tenido todo de cara para acabar dedicándose a la escritura (hijo de), pero con cada nuevo libro consigue lo que un autor sólido debería alcanzar para reivindicarse: zanjar un tema.

En La información, el asunto es la envidia; un sentimiento universal emparentado íntimamente con la creación. Si todos tendemos a levantar la ceja al contemplar el éxito del vecino y compararlo con el fracaso particular, ese instinto se acentúa si uno se dedica al arte.

Aquí Richard Tull es un escritor fallido, que de joven publicó una novela alabada por la crítica, pero desde entonces se pelea con su propio talento y exigencia. Ahora, apeado del vagón de primera de lo literario, mastica su derrota y la digiere planeando el mejor modo de destruir a su íntimo amigo Gwyn Barry, autor de bestsellers y postulante al Premio a la Profundidad, algo así como un Planeta universal.

Mira que porfía Richard para joder a Gwyn; durante páginas y páginas asistimos a sus intentos, le vemos perder el pelo y la dignidad para encontrar la mejor venganza sobre su némesis. Pero todo es en vano. Nada parecer torcer el designio celeste que impone el triunfo de unos y el ostracismo de otros. Amis escoge dos metáforas para trazar el calvario particular de Richard. La primera recorre toda la novela: alusiones astronómicas salpicadas durante toda la trama (el sol, las estrellas, los planetas y los satélites, que siguen su propio itinerario sin prestar atención a las penurias de los hombres). La segunda acude en el remate de la trama, cuando Richard, desamparado en el umbral de su casa, perplejo por cómo el karma le ha devuelto su mala uva, repara en la figura de un gran fracasado histórico:

¿Quién era él? ¿Quién había sido hasta ahora? ¿Quién sería siempre? Era Abel Janszoon Tasman (1603-1659): el explorador holandés que descubrió Tasmania sin reparar en Australia.

Richard aprende así una moraleja aplastante: cuando un destino es invariable, luchar contra él sólo puede empeorar las cosas. Como el pobre Abel Tasman, a veces uno tiene que conformarse con Tasmania.

18 de marzo de 2011

Insensibles

Hoy he visto Burke and Hare. Y he sentido miedo. De mí; no de esta comedia negra dirigida por John Landis (Blue Brothers), que, vaya por delante, recrea una historia terrible y siniestra: la de los asesinatos cometidos por una pareja de sacamantecas irlandeses en la Edimburgo del XIX. Mataron a 17 personas, con el único propósito de comerciar con sus cadáveres. Vendían los cuerpos a un eminente doctor de la ciudad para sus prácticas forenses.

En esta revisión descacharrante y truculenta hay vísceras y golpes, ajusticiamientos públicos y mugre a espuertas. Y, sin embargo (y aquí viene lo terrorífico) he pasado un gran rato viendo la película. La he disfrutado. ¿En qué me he convertido? ¿Qué han hecho los años sobre mí para deslavazar la inocencia y la sensibilidad que antes creía tener? Recuerdo haber leído con pavor, hace más de una década, un libro de Tom Sharpe en el que se relataba de un modo presuntamente gracioso la muerte de medio centenar de personas por una explosión incontrolada. No pude evitar sentir repulsión al contemplar un uso tan arbitrario y banal del dolor y la tragedia. No conecté con la pretendida ironía del salvajismo y las vísceras. Eso es lo que me espanta ahora: la insensibilidad que me permite disfrutar ante la parodia de lo cruel. Me inquieta pensar en qué me habrá conducido hasta aquí. Qué sedimentos deja la experiencia sobre la piel para acabar conformando una coraza que nos hace inmunes a la crueldad. Hasta el punto de que su exhibición, en lugar de repugnarnos, nos provoque carcajadas.