22 de marzo de 2011

Abel Jaszoon Tasman

Martin Amis es un escritor sólido. Es lo mejor que uno puede decir de un tipo, que -de acuerdo- tal vez lo ha tenido todo de cara para acabar dedicándose a la escritura (hijo de), pero con cada nuevo libro consigue lo que un autor sólido debería alcanzar para reivindicarse: zanjar un tema.

En La información, el asunto es la envidia; un sentimiento universal emparentado íntimamente con la creación. Si todos tendemos a levantar la ceja al contemplar el éxito del vecino y compararlo con el fracaso particular, ese instinto se acentúa si uno se dedica al arte.

Aquí Richard Tull es un escritor fallido, que de joven publicó una novela alabada por la crítica, pero desde entonces se pelea con su propio talento y exigencia. Ahora, apeado del vagón de primera de lo literario, mastica su derrota y la digiere planeando el mejor modo de destruir a su íntimo amigo Gwyn Barry, autor de bestsellers y postulante al Premio a la Profundidad, algo así como un Planeta universal.

Mira que porfía Richard para joder a Gwyn; durante páginas y páginas asistimos a sus intentos, le vemos perder el pelo y la dignidad para encontrar la mejor venganza sobre su némesis. Pero todo es en vano. Nada parecer torcer el designio celeste que impone el triunfo de unos y el ostracismo de otros. Amis escoge dos metáforas para trazar el calvario particular de Richard. La primera recorre toda la novela: alusiones astronómicas salpicadas durante toda la trama (el sol, las estrellas, los planetas y los satélites, que siguen su propio itinerario sin prestar atención a las penurias de los hombres). La segunda acude en el remate de la trama, cuando Richard, desamparado en el umbral de su casa, perplejo por cómo el karma le ha devuelto su mala uva, repara en la figura de un gran fracasado histórico:

¿Quién era él? ¿Quién había sido hasta ahora? ¿Quién sería siempre? Era Abel Janszoon Tasman (1603-1659): el explorador holandés que descubrió Tasmania sin reparar en Australia.

Richard aprende así una moraleja aplastante: cuando un destino es invariable, luchar contra él sólo puede empeorar las cosas. Como el pobre Abel Tasman, a veces uno tiene que conformarse con Tasmania.

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