31 de enero de 2008

23 de enero de 2008

La Poti (o un relato muy malo escrito hace mucho tiempo)

La Poti vivía con un tipo que parecía su abuelo y no lo era. Más bien era su padre o su amante. O ambas cosas. Habitaban una casa baja enfrente del adosado de mis padres. Vi cómo el tipo la construía con sus manos y su escasa pericia a lo largo de todo un verano. Supuse entonces que utilizarían aquél cuchitril amorfo como un almacén pequeño para guardar los aperos del huerto que también empezó a cobrar forma en lo que restaba de parcela durante aquellos meses calurosos.

Pero llegó septiembre y el primer día que descubrí que la Poti (por entonces ignoraba que la gente la llamaba así, la conocía por su nombre de pila, creo que era Carolina; ahora lo he olvidado, no así su apodo) era repetidora y por tanto se incorporaba a nuestro grupo. Hay un extraño código latente en los institutos que define y sitúa a cada uno en su sección con sólo cruzar la puerta de entrada del recinto. Da igual que tu manera de ser sea otra. Juegas un rol en cuanto entras allí. Todos los sabemos y nadie lo admite abiertamente. El miedo a reconocerse alienado es casi tan fuerte como el temor a quedarse aislado, a no formar parte de nada. Los institutos, los colegios, son el primer medio en el que aprendemos esa lección. Quedas clasificado. Cartas repartidas. Por supuesto, puedes cambiar eso, pero el esfuerzo invertido no merece la pena. Por eso los humillados, los ninguneados, no abandonan su sino en el instituto. Les merece más la pena aguantar el tirón que dar brazadas contra un oleaje inconquistable.

O sea, que La Poti fue la lerda de la clase durante todo aquel año. Al principio, algunos profesores la arroparon. La defendían de las burlas, de las pequeñas putadas que todos le hacíamos. Luego se les pasó la fiebre del padre primerizo y pronto empezaron a preocuparse por asuntos más prioritarios. Pero la fiebre que no bajó fue la de los abusones. Las humillaciones continuaron, invariables, recayendo sobre La Poti. Los insultos, los motes hirientes, siguieron, claro; pero empezaron a parecernos poca cosa. Subimos la dosis. Le robábamos el estuche día sí y día no. Alguien dejaba caer un lapo sobre su silla durante el recreo. Alguien alojaba un chicle en su cabellera rizada aprovechando un descuido de la profesora y la proverbial distracción de La Poti. Ella remendaba aquellos estragos como podía. Ninguno percibíamos la dignidad de su comportamiento, su entereza abnegada. Aunque todos sabíamos perfectamente, a pesar de que nunca lo comentásemos, que ninguno de nosotros hubiera sido capaz de soportar lo que ella soportó aquel curso.

Todo hubiera sido más llevadero para La Poti, imagino, si hubiese sido una empollona. No era el caso. Hay cientos de célebres ejemlos de cerebritos acarreadores de torturas escolares. Los patitos feos que cargan con las chanzas de los demás en el ecosistema de las aulas, esperando pacientemente el momento en el que la vida real les devuelva a su sitio. Futuros ingenieros, presidentes de multinacionales, eminentes catedráticos. La Poti a duras penas llevaba los apuntes al día. Pero bastaba una ojeada rápida a su rostro durante las explicaciones para comprender que casi nada aprehendía su mente de la lección cotorreada por la profesora de turno. La Poti se esforzaba, no obstante, por parecer interesada, aunque sin aventurarse a levantar el brazo para exponer dudas o para contestar alguna pregunta. Pero siempre creí que acabaría sacándose el bachillerato, así fuese sudando tinta y a la segunda tentativa.

Mi clase era un verdadero desastre. Rastreo en mi memoria y los cálculos son demoledores. Debíamos ser un grupo de, más o menos, veinticinco alumnos. Creo que el día en que comparecimos en el tren que nos tenía que llevar a Madrid aquella madrugada de selectividad, éramos siete, contando a don Javier, el profesor. La apatía de aquél segundo de bachillerato bosquejaba ya en lo que se ha convertido mi antiguo instituto: una fábrica de toxicómanos, vagos y pendones cuya única aspiración patente es participar en un reallity de la tele. O pegar un pelotazo urbanístico.

Aunque La Poti vivía enfrente de mi casa, me las ingenié para no tener que acompañarla ni ser acompañado por ella a la vuelta del instituto. Al final de las clases de Lengua, abordaba al profesor, un sustituto de veintitantos pundonoroso y aburrido, al que se le notaba que se acababa de aprender de memoria las reglas gramaticales que cursábamos. Yo no tenía dudas, y en caso de tenerlas, hubiera sido más rápido y eficaz consultar el manual, pero aún así, le mantenía ocupado en mis minucias léxicas el tiempo justo en que, de reojo, constataba que la Poti ya había emprendido camino a casa. Dejaba al sustituto con la palabra en la boca, anunciándole que “ya lo había pillado”, y manteniendo a una distancia insalvable a la Poti. La veía a lo lejos, pero ella caminaba tan despacio, tan absorta en un mundo paralelo que a mí se me escapaba, que casi acababa dándola caza sin querer en la calle de mi casa. La veía a lo lejos, patizamba, embutida en un chándal de mercadillo, negro con ribetes plateados. El mismo tono argentino de las letras que cruzaban la espalda de aquella chaqueta con la que la Poti se ataviaba los días que teníamos gimnasia. “Raider 1954”, rezaba el rótulo sobre aquél chándal. Nunca lo entendí. Nunca entendí los mensajes en inglés de las camisetas de costo. Su obscena búsqueda de la originalidad a través de mensajes en una lengua extranjera que nada significaban, pero todos asumíamos como si en lugar de aquellos eslóganes foráneos, hubiéramos vestido con toros de Osborne, o con coplas de posguerra.


Hoy, catorce años después, me ha parecido volver a ver a La Poti. Lo extraño es que he creído verla en una marquesina de autobús, ataviada con un vestido rosa, ceñido y sucio. Hablaba sola, o con las tres palomas a las que echaba migas sin apartar la mirada del suelo. Creí reconocer ese cabello rizado, esos mofletes colorados por el frío o la vergüenza perpetua, esos ojos amarillos, acuosos, que en el fondo revelaban la satisfacción del que sabe resignarse. Luego mi taxi volvió a arrancar, y sólo desvié tres segundos la cabeza, hasta que la perdí de vista, engullida por el tráfico de Madrid.


Siempre me fié de mi propia intuición para prever el porvenir de la gente. Cuando me he cruzado, pasado el tiempo, con mis colegas de instituto o de facultad, no me ha extrañado comprobar que siguieron, más o menos, la trayectoria vital que les auguré secretamente mientras compartimos estudios y pitillos en el patio o la cafetería de Ciencias de la Información.
Por eso me acodo ahora en la barra de este bar, dándole vueltas a mi pasado y empalmando gintonics. Me ha abandonado aquella intuición. De aquí en adelante todo irá a peor; eso sí lo intuyo. Me han trasladado a la sección de agenda del periódico. Me encargaré de las esquelas y los obituarios. He maquetado mi página de mañana. Debe de estar camino de la imprenta de Pinto. Encabeza las necrológicas el nombre de Carolina Huete Ruiz, madre, esposa, directiva de la segunda consultora del país, ex Consejera de Gobernación y Hacienda en una comunidad autónoma hace seis años. El autor de la necrológica, amigo personal de la fallecida, afirma que era tan humilde que rehusó contar con coche de empresa. Dicen que ha muerto de un infarto súbito mientras esperaba el autobús en la Castellana, a la puerta de las oficinas de su compañía.

2 de enero de 2008

Weeds

Indago y resulta que Cuatro ya estrenó en verano esta serie. No sigo la programación televisiva, aunque sí me descargo un buen puñado de series yanquis que me llaman la atención y cuyos episodios degluto de un modo contradictorio: con ansia bulímica (de dos en dos, de cuatro en cuatro), pero con deleite, paladeando a veces. Casi todas, desde Prison Break hasta Dexter, desde Mentes Criminales hasta House, me parecen productos sólidos, resistentes a los vaivenes, bien rodados, con tramas originales y actuaciones creíbles. Pero siempre hay alguna predilección que despunta. Esa fue A dos metros bajo tierra. Esa fue Los Soprano. Esa es ahora Weeds; serie que emite Showtime y que me flipa.

Agrestic, enclave de la trama, es una ciudad suburbial, de cartón piedra, con barrios cuadriculados y familias arquetípicas, una vuelta de tuerca para la Wisteria Lane de Mujeres Desesperadas, donde todo el mundo trata de aparentar lo que no es ante sus vecinos, mientras empuja bajo la alfombra sus miserias particulares. Hasta ahí, muy parecida a las desventuras de Longoria, Huffman y cía. Pero Weeds me parece mucho más. Más divertida, más retorcida, más políticamente incorrecta, más brillante en sus diálogos, más austera.

El argumento es delirante: mujer que enviuda en barrio residencial repijo, y que se impone no perder su estatus y mantener a sus dos hijos, un adolescente respondón y un chaval de diez años con problemas comunicativos pero con un ingenio descomunal (apunte: es el mejor personaje infantil que he visto en mi vida). Para ello, escoge una salida fácil, pero muy compleja: se hace traficante de marihuana; primero a pequeña escala, y, más adelante, ampliando el negocio y constituyendo un singular equipo de "narcos" bajo sus órdenes.

Personajes desequilibrados, oprimidos por la dictadura de las apariencias, que buscan, como lo hacemos todos, sus particulares válvulas de escape. El niño, grabando videos raros con una mini-DV. El adolescente, enamorándose de una chica sorda. La madre, bebiendo batidos sin parar. La asistenta, leyendo revistas de cotilleo. La amiga, que padece cáncer, presentándose a concejala. El contable, fumando marihuana y consumiendo pornografía. La traficante negra, haciendo calceta y liándose con un predicador mahometano.

Un aguafuerte de nuestra sociedad que es ratos tragicómico, delicioso, obsceno, excesivo, audaz, iconoclasta. Un feliz descubrimiento. Se me acaban los adjetivos. Síguela, lector improbable.

Retoques


Abro el año enlazando con un comentario espléndido de 'Diarios de fútbol' sobre el retoque malintencionado que Marca pergeñó para ilustrar una presunta información pseudodeportiva. Comparto al cien por cien la idea de que cuando un periódico se ve obligado a inventar una foto para darle credibilidad a una noticia es que hace tiempo que extraviaron aquella credibilidad. Mal síntoma.