23 de enero de 2008

La Poti (o un relato muy malo escrito hace mucho tiempo)

La Poti vivía con un tipo que parecía su abuelo y no lo era. Más bien era su padre o su amante. O ambas cosas. Habitaban una casa baja enfrente del adosado de mis padres. Vi cómo el tipo la construía con sus manos y su escasa pericia a lo largo de todo un verano. Supuse entonces que utilizarían aquél cuchitril amorfo como un almacén pequeño para guardar los aperos del huerto que también empezó a cobrar forma en lo que restaba de parcela durante aquellos meses calurosos.

Pero llegó septiembre y el primer día que descubrí que la Poti (por entonces ignoraba que la gente la llamaba así, la conocía por su nombre de pila, creo que era Carolina; ahora lo he olvidado, no así su apodo) era repetidora y por tanto se incorporaba a nuestro grupo. Hay un extraño código latente en los institutos que define y sitúa a cada uno en su sección con sólo cruzar la puerta de entrada del recinto. Da igual que tu manera de ser sea otra. Juegas un rol en cuanto entras allí. Todos los sabemos y nadie lo admite abiertamente. El miedo a reconocerse alienado es casi tan fuerte como el temor a quedarse aislado, a no formar parte de nada. Los institutos, los colegios, son el primer medio en el que aprendemos esa lección. Quedas clasificado. Cartas repartidas. Por supuesto, puedes cambiar eso, pero el esfuerzo invertido no merece la pena. Por eso los humillados, los ninguneados, no abandonan su sino en el instituto. Les merece más la pena aguantar el tirón que dar brazadas contra un oleaje inconquistable.

O sea, que La Poti fue la lerda de la clase durante todo aquel año. Al principio, algunos profesores la arroparon. La defendían de las burlas, de las pequeñas putadas que todos le hacíamos. Luego se les pasó la fiebre del padre primerizo y pronto empezaron a preocuparse por asuntos más prioritarios. Pero la fiebre que no bajó fue la de los abusones. Las humillaciones continuaron, invariables, recayendo sobre La Poti. Los insultos, los motes hirientes, siguieron, claro; pero empezaron a parecernos poca cosa. Subimos la dosis. Le robábamos el estuche día sí y día no. Alguien dejaba caer un lapo sobre su silla durante el recreo. Alguien alojaba un chicle en su cabellera rizada aprovechando un descuido de la profesora y la proverbial distracción de La Poti. Ella remendaba aquellos estragos como podía. Ninguno percibíamos la dignidad de su comportamiento, su entereza abnegada. Aunque todos sabíamos perfectamente, a pesar de que nunca lo comentásemos, que ninguno de nosotros hubiera sido capaz de soportar lo que ella soportó aquel curso.

Todo hubiera sido más llevadero para La Poti, imagino, si hubiese sido una empollona. No era el caso. Hay cientos de célebres ejemlos de cerebritos acarreadores de torturas escolares. Los patitos feos que cargan con las chanzas de los demás en el ecosistema de las aulas, esperando pacientemente el momento en el que la vida real les devuelva a su sitio. Futuros ingenieros, presidentes de multinacionales, eminentes catedráticos. La Poti a duras penas llevaba los apuntes al día. Pero bastaba una ojeada rápida a su rostro durante las explicaciones para comprender que casi nada aprehendía su mente de la lección cotorreada por la profesora de turno. La Poti se esforzaba, no obstante, por parecer interesada, aunque sin aventurarse a levantar el brazo para exponer dudas o para contestar alguna pregunta. Pero siempre creí que acabaría sacándose el bachillerato, así fuese sudando tinta y a la segunda tentativa.

Mi clase era un verdadero desastre. Rastreo en mi memoria y los cálculos son demoledores. Debíamos ser un grupo de, más o menos, veinticinco alumnos. Creo que el día en que comparecimos en el tren que nos tenía que llevar a Madrid aquella madrugada de selectividad, éramos siete, contando a don Javier, el profesor. La apatía de aquél segundo de bachillerato bosquejaba ya en lo que se ha convertido mi antiguo instituto: una fábrica de toxicómanos, vagos y pendones cuya única aspiración patente es participar en un reallity de la tele. O pegar un pelotazo urbanístico.

Aunque La Poti vivía enfrente de mi casa, me las ingenié para no tener que acompañarla ni ser acompañado por ella a la vuelta del instituto. Al final de las clases de Lengua, abordaba al profesor, un sustituto de veintitantos pundonoroso y aburrido, al que se le notaba que se acababa de aprender de memoria las reglas gramaticales que cursábamos. Yo no tenía dudas, y en caso de tenerlas, hubiera sido más rápido y eficaz consultar el manual, pero aún así, le mantenía ocupado en mis minucias léxicas el tiempo justo en que, de reojo, constataba que la Poti ya había emprendido camino a casa. Dejaba al sustituto con la palabra en la boca, anunciándole que “ya lo había pillado”, y manteniendo a una distancia insalvable a la Poti. La veía a lo lejos, pero ella caminaba tan despacio, tan absorta en un mundo paralelo que a mí se me escapaba, que casi acababa dándola caza sin querer en la calle de mi casa. La veía a lo lejos, patizamba, embutida en un chándal de mercadillo, negro con ribetes plateados. El mismo tono argentino de las letras que cruzaban la espalda de aquella chaqueta con la que la Poti se ataviaba los días que teníamos gimnasia. “Raider 1954”, rezaba el rótulo sobre aquél chándal. Nunca lo entendí. Nunca entendí los mensajes en inglés de las camisetas de costo. Su obscena búsqueda de la originalidad a través de mensajes en una lengua extranjera que nada significaban, pero todos asumíamos como si en lugar de aquellos eslóganes foráneos, hubiéramos vestido con toros de Osborne, o con coplas de posguerra.


Hoy, catorce años después, me ha parecido volver a ver a La Poti. Lo extraño es que he creído verla en una marquesina de autobús, ataviada con un vestido rosa, ceñido y sucio. Hablaba sola, o con las tres palomas a las que echaba migas sin apartar la mirada del suelo. Creí reconocer ese cabello rizado, esos mofletes colorados por el frío o la vergüenza perpetua, esos ojos amarillos, acuosos, que en el fondo revelaban la satisfacción del que sabe resignarse. Luego mi taxi volvió a arrancar, y sólo desvié tres segundos la cabeza, hasta que la perdí de vista, engullida por el tráfico de Madrid.


Siempre me fié de mi propia intuición para prever el porvenir de la gente. Cuando me he cruzado, pasado el tiempo, con mis colegas de instituto o de facultad, no me ha extrañado comprobar que siguieron, más o menos, la trayectoria vital que les auguré secretamente mientras compartimos estudios y pitillos en el patio o la cafetería de Ciencias de la Información.
Por eso me acodo ahora en la barra de este bar, dándole vueltas a mi pasado y empalmando gintonics. Me ha abandonado aquella intuición. De aquí en adelante todo irá a peor; eso sí lo intuyo. Me han trasladado a la sección de agenda del periódico. Me encargaré de las esquelas y los obituarios. He maquetado mi página de mañana. Debe de estar camino de la imprenta de Pinto. Encabeza las necrológicas el nombre de Carolina Huete Ruiz, madre, esposa, directiva de la segunda consultora del país, ex Consejera de Gobernación y Hacienda en una comunidad autónoma hace seis años. El autor de la necrológica, amigo personal de la fallecida, afirma que era tan humilde que rehusó contar con coche de empresa. Dicen que ha muerto de un infarto súbito mientras esperaba el autobús en la Castellana, a la puerta de las oficinas de su compañía.

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