17 de diciembre de 2008

Talento

¿Escribir es renunciar? Los escritores veteranos aluden a menudo al poco valor de sus primeras obras y el borrón principal que achacan a esos ejercicios iniciáticos es que pecan de querer contarlo todo y con el mayor número de palabras posibles. Y si estas palabras son raras, las más raras que uno conozca, tanto mejor. 

Veo una entrevista de Borges con Joaquín Soler Serrano de 1976. El ciego viejo manoteaba con pudor cuando el entrevistador le mencionaba muchas de sus obras de juventud. No estaba demasiado orgulloso de ellas y venía a decir que cuando se es joven, uno se esconde tras la palabrería, trufando de metáforas, para ocultar la impericia.

Poco a poco intuyes que una de las cosas más complicadas a la hora de escribir es aprender a desprenderse de todo el lastre que le sobra a un libro para poder levantar vuelo. Cuando comienzas a disfrutar escribiendo lo haces por el placer que te comporta leer lo bien que escribes, el dulce olor que desprenden esas frases tan bien hiladas, todas esas mentiras tan bien dispuestas en el folio, como un collage de parvulario o un macramé repujado.

Pienso hoy en esa ingenuidad del novato después de leer, y disfrutar, El talento de los demás, de Alberto Olmos. Esta novela aborda, en tres partes, una trama sencilla que reflexiona sobre el éxito, la percepción que tenemos sobre el arte y la capacidad artística como sello de realización personal. La narración arranca con un texto en primera persona contado por Mario Sut, violinista prodigio que ve súbitamente mutilado su talento sin razón aparente. Después, un largo tramo en el que un mural de voces va tejiendo la historia de Sut tras su descalabro artístico y su regreso a la grisura de una vida sin talento. Son quienes rodean ahora a este personaje alienado quienes desentrañan su ¿verdadera? historia. Todos ellos cultivan alguna disciplina artística, aunque con escasa repercusión. Todos son artistas confesos y convencidos; salvo Sut, que renunció a serlo en su día tras descubrir que las musas se habían evaporado. No contaremos más, para no destripar totalmente esta novela que por lo demás no busca deslumbrarnos con una historia portentosa, sino ironizar sobre lo fácil que es decirse artista y lo difícil que es hacer arte, sobre lo caprichoso del talento y la responsabilidad que implica poseerlo. 

Al leer El talento de los demás reparo en la advertencia de Borges y en cómo Olmos asume aquí esa responsabilidad del escritor que le empuja a rechazar los plieges, las composturas, lo superfluo, y le invita a centrarse en el cogollo de lo que se dispone a contar. Le obliga, incluso, a mimetizarse con sus personajes y adoptar su modo de expresión, por ajeno que pueda ser al propio estilo. Es el personaje (o el narrador, en su caso) el que narra, no el autor, y esa certeza tan sencilla arruina muchas obras que suenan huecas, de cartón piedra, por no saber perfilar el punto de vista.

2 de diciembre de 2008

Desaparecer



Como Rosario Girondo, el narrador de El Mal de Montano, a veces ambiciono desaparecer. Como él, a veces creo haber enfermado de literatura. Como él,  hay días en que no le recomendaría leer ni a mi peor enemigo. 

Recuerdo el día en que mi profesora de lengua de octavo nos obligó a escoger un libro de cualquier noventaychista y comentarlo después en clase. Elegí Unamuno. Niebla. ¿Por qué? Ni idea. Me sonaba bien el nombre. Pero mentí, improvisé una respuesta demasiado engolada para mi edad, un retruécano intelectual que abundaba en el desencanto de la pérdida de las colonias ultramarinas y de ay, nos duele España y toda esa farándula. Falso. Me decidí por Unamuno porque me sonaba bien el nombre, Unamuno, tenía como una música. Nada más allá. Si hubiera escogido con conocimiento de causa, me habría decantado por Baroja o por Valle o por Machado, seguramente apuestas más seguras de acuerdo con mi edad. Unamuno, en cambio, es una bomba de relojería para un aprendiz de letraherido, no tanto por la introspección metafísica cuanto por el abuso de la metaliteratura y del disloque del discurso lineal. Nada le gusta más a quien gusta de juntar palabras que asomarse al taller donde las juntan otros. Pero es peligrosísimo. Vila-Matas lo sabe y no sólo lo sabe sino que ha combatido por la causa arrojando una obra que va, como en un parchís, de casilla en casilla por las estaciones de la obsesión literaria. Hay de todo en la obra del catalán: escritores que no escriben, escritores que anhelan la desaparición, escritores tocados por el mal de Montano de la literatura, escritores que conspiran por lunáticas revoluciones. Y lectores, muchísimos, entrañables y temibles. Y lecturas. Un aluvión de citas, referencias, notas al pie, una erudición bastísima y una ironía gloriosa. Y la angustia latente que acompaña a la sabiduría. 

Regresamos, así, a Unamuno, para cuadrar el círculo: también guardo un recuerdo agridulce de San Manuel Bueno, Mártir, y las referencias que hallé allí, como un fogonazo brutal, al hecho de que cuanto más sabemos del mundo y del hombre, cuantas más certezas atesoramos, más cancha le damos a la tristeza. «La imbecilidad es un pasaporte para la felicidad», viene a decir aquella novela, con un pesimismo existencialista que en manos del adolescente que yo era podía ser una verdad demoledora, algo que podía tirar por tierra cualquier ambición por aprender, viajar, descubrir cosas nuevas, dejarse deslumbrar. Menos mal que el tiempo quitó razones a Unamuno y se las da ahora a Vila-Matas. El mal de Montano, la adicción a la literatura, no se cura, es crónico y puede acabar siendo letal. Pero siempre merece la pena.