5 de enero de 2015

Concrete




Si jugásemos a eso de crear una nube de palabras sobre el guion de Locke, concrete, hormigón, aparecería en un lugar destacadísimo, Garamond 66 o algo así. El protagonista de esta cinta la repite como si constituyese su mantra. En el trayecto en coche que dura esta narración, cuando todo su micromundo se tambalea, él trata de aferrarse al volante y salvar cada nuevo contratiempo sin dar volantazos. Es como si en ese esfuerzo por asfaltar cada bache Locke pretendiera alcanzar un objetivo universal, una redención superior.

Locke, hombre recto, ingeniero, cabeza de familia, tuvo un desliz hace unos meses, y esa equivocación ha permanecido larvada hasta esta fría y lluviosa noche de invierno. Una noche en la que se desmorona todo lo que Locke tenía planeado para parchear su desliz. Justo cuando la realidad, que nunca es como el hormigón, erupciona a su manera: sin control, sin medida.

Pero él sigue conduciendo, con un destino claro, con una meta que debe alcanzar porque llegar a ese destino equivale a escoger el mal menor. La cámara le sigue durante este viaje nocturno, mientras el manos libres de su turismo arde con cada llamada que Locke recibe o efectúa. Los ochenta y cinco minutos de metraje, salvo un breve prólogo, los pasamos subidos junto a él en ese coche, descubriendo poco a poco cuál es el motivo que empuja a este hombre cabal a conducir sin pausa, pese a cada nueva llamada parece un llamamiento a tomar la siguiente salida o a cambiar de sentido.

Seguramente resulte imposible alcanzar una obra maestra jugando en un tablero tan marcado. Pero lo que sí puede intentar un creador es aproximarse a una obra perfecta, que no es lo mismo. Dicho de otra forma: las narraciones totalizadoras suelen ser más ricas, aunque más imperfectas. Dibujan un mundo y tratan de abarcarlo aunque siempre dan a entender que lo que uno tiene entre manos es el esbozo de ese intento.

Locke, por contra, es uno de esos relatos que cierran el foco hasta un punto de más díficil todavía. Un solo escenario, un único rostro, tres o cuatro tiros de cámara. Recortar el número de elementos para desarrollar la receta y exprimirlos hasta la esencia. Un juego arriesgado, pero también un ejercicio de estilo que, si sale bien, dice mucho de la capacidad de quien lo idea. O sea, aquí: Steven Knight.

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