20 de junio de 2013

Fundido a negro para James


Creo que me gustan las series de televisión por la misma razón por la que amo el fútbol. Ambas son pasiones cotidianas, pequeños escapes ritualizados para la apatía de la rutina. Madrugar un lunes compensa un poco más gracias a la promesa del último episodio de Juego de Tronos que vas a ver al llegar a casa. Lo mismo ocurre con el fútbol. Un hincha sabe que aunque la semana camine torcida, a la vuelta de la esquina le espera el domingo, el partido de su equipo, un caramelo de irrealidad con el que adormecer un ratito la conciencia. Convives así admirando a tus ídolos fútbolísticos, y odiándoles de vez en cuando. Así, semana tras semana, temporada tras temporada, hasta que el grado de identificación llega a ser tal que la retirada de un gran futbolista suele convocarnos al sentimentalismo y nosotros, machos alfa, nos permitimos un carraspeo y una lagrimita de homenaje.

En este terreno parece radicar el valor simbólico de Tony Soprano, y el consecuente duelo que muchos vivimos hoy al despedir al enorme James Gandolfini. Cuando terminó la serie en 2008, en aquel polémico fundido a negro, la sensación de orfandad fue demoledora, sobre todo porque el cierre en realidad no cerró nada. Nos despedimos de ella como solemos despedirnos de los seres queridos; sin alharacas, sin leyenda ni frases lapidarias. Por eso duele cuando la gente se muere, porque casi siempre hay cosas que se quedan sin decir y nos parece que el final es tan inoportuno.

Por más que Gandolfini fuera una estrella mediática, que lo era a su modo, su popularidad tuvo un sentido muy diferente a la de los grandes iconos cinematográficos. Una película, por estupenda que sea, no deja de ser un evento aislado. El propio acto de acudir a la sala de cine podría entenderse como un rito de celebración comunitaria, mientras que las series, como las novelas largas, se disfrutan muchas veces en solitario y casi siempre fragmentariamente, arrancándole minutos a la jornada. La fuerza de una serie (y Los Soprano fue LA serie) es su capacidad para entreverarse en el recorrido diario del espectador, y en ese territorio se imponen quienes son capaces de manejar los tiempos, sin la necesidad de deslumbrar en cada plano.

Gandolfini  tuvo la suerte de encontrarse con un papel, el de Tony, muy bien escrito, plagado de matices y contradicciones, pero hoy opino que sólo él fue capaz de dotarle de ese aire épico, de convertir a un criminal de poca monta en un personaje heróico. Trabajó como nadie la empatía, esa cualidad de nombre tan cursi que nos permitió comprender aunque no disculpar casi todos los excesos del hombre atormentado que interpretó. En ese arco entre el mafioso y el padre de familia en bata y calzoncillos, entre el vecino del quinto y el héroe crepuscular construyó un rol perdurable. Un mito del que enorgullecernos como generación.

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