15 de enero de 2013

Codiciar el Apocalipsis


Con todo lo mala que es, el estreno de Familia, en Telecinco, no deja de ser un acto casi  revolucionario. Como poco, reconozcamos que lanzar un drama familiar ambientado en el presente es hoy un gesto a contracorriente.
¿Por qué? Porque desde hace ya unos años, en España sólo se produce y consume ficción televisiva sobre el pasado. Las series familiares (Médico de familia, Los Serrano o Menudo es mi padre) y profesionales (Periodistas, Hospital Central, Los hombres de Paco) que reinaron en las últimas dos décadas han dejado paso últimamente a una corriente de dramas encargados de recrear épocas anteriores, ya sea desde un ángulo de idealización (Cuéntame cómo paso) o desde el puro folletín con una carga romántica (La Señora, La República, Amar en tiempos revueltos, Bandolera, El Secreto de Puente Viejo, y un largo etcétera).
El mensaje es nítido: ante un presente plomizo y atenazante, y con un horizonte aún peor, la alternativa es fijarse en el pretérito. No sabemos si por preferencias del público o por la secular tendencia conservadora de los programadores, pero la cosa es así; en España nos hemos decantado por la telenovela histórica.
Como en todas partes cuecen habas, en otros sitios la tele también anda huyendo de todo lo que huela a presente, aunque, por suerte, esa huida no siempre se hace hacia atrás. Ahí es donde entra en escena The Walking Dead.
De entre las múltiples lecturas que la serie de la AMC puede suscitar (muchas de las cuales están contenidas en la compilación Apocalipsis Zombi ya, de Errata Naturae) tiendo a quedarme con esa visión que interpreta la obra creada por Robert Kirkman como un universo en expansión, una narración circular en la que lo que menos importa es la peripecia de los protagonistas, quienes, vivan o mueran, siempre van a verse enfrentados a amenazas recurrentes. Lo medular aquí es el contexto: un mundo a la deriva donde las reglas se han quebrado y los supervivientes han de ir adaptándose a la nueva coyuntura para durar. Un día más en mitad del Apocalipsis.
The Walking Dead, casi en la estela de la mejor tradición del western, remite a un estrato primario del ser humano, donde la existencia desnuda su sofisticación y se ciñe a lo inmediato, a lo crucial. Ser valiente o conservador. Ser honesto o guardarse secretos. Ser solidario o egoístamente superviviente. Aunque en la vida cotidiana también solemos enfrentarnos a este tipo de dilemas, la vida en comunidad, civilizada, ha acabado tendiendo un manto de ficticia protección con el que olvidamos que en realidad somos alimañas compitiendo por una presa.
Aunque resulte poco ético mencionarlo, la verdad es que el Apocalipsis supone una oportunidad para subvertir el orden reinante; con la calle tomada por hordas de caminantes hambrientos de carne humana, las escalas sociales son fulminadas, nacen nuevas necesidades que demandan otros talentos ya no tan bien valorados como en el mundo civilizado. Un repartidor de pizza tiene más recursos que el director de una multinacional para sobrevivir en ese nuevo universo hostil, lleno de trampas y rico en atajos.
Podemos censurar a quien, harto de que las cosas estén como están, pide la llegada de un holocausto que lo derrumbe casi todo para empezar de cero. Pero si uno cree (y yo lo hago) que los relatos que se escriben y se consumen son un reflejo de nuestras ambiciones presentes, tanto la almibarada revisión de los Alcántara como la hecatombe de los walkers son fórmulas que nos recuerdan, a su manera, que no estamos demasiado satisfechos con el mundo real que hemos creado.

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