19 de enero de 2015

Tomar partido


Me pasa con algunos autores: acostumbrado a hablar de oídas, a manejar cuatro tópicos culturales que camuflen una ausencia de lecturas, suelo fijarme en el personaje antes que en la obra. La mitomanía me empuja a acercarme a algunos de ellos por el tejado, esto es, por sus obras autobiográficas.
Ocurrió con Martin Amis, para bien. Leí Experiencia, y aunque no me pareció una obra imprescindible, sí me invitó a buscar otros trabajos suyos. Ese punto de vista cargado de sarcasmo, esa egolatría controlada y justificada, esa profusión de lecturas, de encuentros, de posicionamientos, de combate intelectual siempre en marcha, la exposición de la vida privada, supeditada casi siempre al servicio de la obra en curso... todos esos rasgos de la literatura de Amis están en sus memorias, aunque sea superficialmente.
Y todas esas características también se encuentran en Hitch-22, las confesiones y contradicciones que el colega de Amis, Christopher Hitchens, dejó compilado en un volumen de memorias polémico y combativo, como casi toda la actitud vital y bibliográfica del pensador británico.
Repaso notas de lectura y encuentro una cita que Hitchens atribuye a otra gigante malograda, Susan Sontag: "no se puede ser solo un poquito herético", recuerda él al referirse a la valentía dialéctica que demostró Sontag al criticar algunas posturas de la izquierda. Me parece que esa idea, la de que hay que mojarse hasta el cuello para defender los postulados en los que uno cree, es la que atraviesa (con sus pequeñas dosis de ternura y vulnerabilidad) este inventario vital de Hitchens.
Casi todos los libros de memorias pecan de una autoindulgencia excesiva, de una falsa modestia que en realidad pretende que el lector (un lector ya ganado para la causa, pero en fin) llegue al final de la obra con la sensación de que lo que acaba de leer merecía la pena ser escrito.
Parece que Hitchens se esfuerza en demostrar que en su caso es así: que su vida, su compromiso irredento con las decenas de causas que abrazó depara un balance que justifica el ejercicio memorialista. Es difícil contradecirle a medida que uno va dejándose llevar por el entusiasmo intelectual de un tipo que siempre sintió la necesidad de hablar claro y en voz alta sobre muchas cosas. Cosas inmesas y asuntos más livianos, pero siempre pertinentes, y siempre con una capacidad argumentativa que ya quisieran para sí muchos de quienes hacen de la argumentación su modo de vida.
En el tercer capítulo del libro, Hitchens recuerda cómo muy pronto, en la escuela, aprendió que las palabras podían ser un buen antídoto contra los abusos de profesores o compañeros, pero también de cómo, por una cuestión de egoísta supervivencia, él utilizó esas armas solo para defenderse a sí mismo y no a otros compañeros víctimas de abusos. Lo recuerda así:
"Es relativamente fácil entender que la gente quiera ejercer poder sobre los demás, pero lo que me fascinaba era ver cómo las víctimas se confabulaban en el asunto. Los abusones adquirían un escuadrón personal de aduladores con impresionante rapidez y facilidad. Cuanto más tiránico era el profesor, más de los que vivían aterrorizados por él corrían a aplacarlo y a anticipar sus cambios de humor. Los chicos pequeños que era poco populares o "impopulares" con la autoridad atraían rápidamente el desprecio y la irrisión de la mayoría. Todavía me estremezco al pensar en lo poco que hice para oponerme. Mi lengua se afiló sobre todo en mi defensa."
Esa lección temprana de darwinismo intelectual hubo de marcarle lo suficiente para que en el resto de su vida decidiera que dar la cara no puede ser una opción, sino una obligación, no solo en defensa de las ideas propias, sino también de quienes, teniendo la razón de su lado, no cuentan con los recursos (ni siquiera con los recursos críticos) para alzar la voz.

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