8 de marzo de 2010

Soy un producto



Algo se mueve en la vida literaria, que diría Marsé. O tal vez en la literatura. De la mano de la incorporación progresiva de los ebooks a nuestra cotidianidad, una nueva forma de concebir el oficio de la escritura puede estar gestándose. En tanto en cuanto existe un debate, con agoreros y entusiastas, la brecha se ha abierto.

Más allá de que el marketing siempre haya existido como vía de diseminación (la ideas y las historias necesitan ser comunicadas, y dar con el mejor modo de expresarlas a cuanta más gente mejor no sólo es una tentación legítima, sino una obligación de la literatura), lo que sí parece verdaderamente revolucionario es que hoy empieza a proliferar el autobombo, en el mejor sentido del término. El escritor de mañana no va a contar con el respaldo editorial con el que se pertrechan los autores consagrados de ayer y de hoy. La red permite, y casi empuja, a cada usuario a generar su propia marca. Facebook no es otra cosa que un escaparate donde cada cual vende una imagen de sí tal como se concibe. Proyectas un personaje que se llama como tú pero al que atribuyes aspiraciones superficiales más que cualidades y sensaciones profundas. Del mismo modo se desenvuelve un creador 2.0, que no se limita a escribir las contraportadas de sus libros, sino que construye un holograma virtual para hacerse visible en el ciberespacio. Y vive condenado a revisar lo que el ágora cuchichea sobre él.

La cultura (y el periodismo, por cierto), se encamina hacia la producción individual. Lo que gana fuerza es la asociación estratégica, el establecimiento de redes cooperativas que haga de la producción de contenidos culturales e informativos un negocio más fundamentado en la flexibilidad que en el derroche. Las grandes redacciones, las editoriales o las casas discográficas hipertróficas son mamuts condenados a la extinción. Antes se triunfaba por aplastamiento del competidor: la lógica del mercado obligaba a devorar adversarios para engordar al monstruo. Nunca más. A partir de ahora gana quien mejor se mueva, quien sepa surfear por la red con mayor destreza.

Por eso creo que se confunden quienes vaticinan la muerte del crítico. En un universo donde los flujos de información circulan torrencialmente y en todas las direcciones, la labor de desbroce, la tarea de hallar el grano entre tanta paja, se avizora más pertinente que nunca. El vicario 2.0 tendrá que adaptarse también a este nuevo universo. Para ponderar, clasificar y recomendar toda esta nueva producción cultural habrá que formar críticos avezados en las nuevas fórmulas. Y, por supuesto, la literatura también deberá estar a la altura. Un libro (en el formato que sea) podrá venderse mucho y ganar mucha publicidad. Pero la exigencia permanecerá: si es malo, habrá que seguir diciendo que lo es. Y argumentándolo. Y entonces, quien sepa juzgar, entenderá.

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