
Así que nos morderemos la lengua; y arrancaremos diciendo, por ejemplo, que todo es raro en esta novela, empezando por la osadía que su autor exhibe al desplegar una historia como esta, tan deliciosamente tramposa, tan capaz de fundir lo cotidiano y lo hiperbólico, lo pedestre y lo extraordinario.
Monteagudo, qué duda cabe, es ambicioso. Lo es al disparar los referentes direcciones tan opuestas que logra, página a página y eludiendo el artificio, sorprender a un lector que nunca sabe a ciencia cierta en qué terreno pisa. Como en El Jarama, lector y narrador se igualan, en tanto que conocen muy poco de unos personajes cuyo comportamiento, apariencia y expresión irán sirviendo para desvelar poco a poco cómo son y cuáles son los lazos que les unen.
Para un autor siempre existe la tentación de decantarse por lo sublime. Suele ser difícil vencer ese instinto que invita a demostrar lo mucho y bien que el narrador sabe narrar y lo redondos, compactos en su maldad, sevicia, heroicidad, ternura o ironía que pueden ser sus personajes. Monteagudo, sin embargo, tumba esas querencias entregando unos protagonistas tan vulgares, tan aburridamente banales, que finalmente no queda otra que rendirse a ese acierto: el contraste entre lo ordinario y lo insólito. Juntar a un grupo de personas que hace décadas fueron amigos y hoy ya no comparten nada. Plantarlos frente a una situación de incertidumbre y absurdo, un poco como en El ángel exterminador. Esperar sus reacciones; ser inmisericorde en el examen de sus respuestas, entre atolondradas y egoístas, a una amenaza exterior cuyo origen y posible solución sólo se nutren de conjeturas.
Existe toda una corriente académica que explica la historia de la humanidad a través de las catástrofes padecidas. Por medio de las respuestas que cada sociedad ha ido dando a situaciones de emergencia e incertidumbre, y en función de su posterior adaptación a futuros riesgos, muchos historiadores, antropólogos, sociólogos o comunicólogos se aproximan al modo en que se van construyendo los proyectos colectivos. Nos guste o no, la necesidad de interactuar, de organizarnos comunitariamente, viene dada por la exigencia de hacer frente a las amenazas. Es la manera en que nos desenvolvemos para responder entre todos a lo ignoto la que acaba por definirnos. Y casi siempre, como sugiere Monteagudo, salimos mal retratados en esa prueba.
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