15 de noviembre de 2009

Commuters


Quiero proponer algo. Todo el mundo propone cosas en Internet, de modo que no pierdo nada más que tiempo en ello. Hay billones de campañas lanzadas al ciberespacio con suerte dispar. No seré menos.

Quiero proponer que entre todos, todos los cibernautas, le compremos a Javier Marías un abono transporte. He calculado que bastaría con que cada uno de nosotros donara un céntimo de euro. El abono más caro cuesta algo más de sesenta euros. Con lo que sobra haremos un fondo que iremos entregando, progresivamente y en un estricto orden de necesidad, a aquellos sujetos que precisen de manera más acuciante esta ayuda. No es una subvención pecuniaria. Se trata de una medida terapéutica para tratar de paliar y, con suerte, curar, el mal de altura que algunos padecen. Marías, por ejemplo, que primero se enzarzó con los blogs, después con los autores contemporáneos de comedia, más tarde con su propio periódico y sus redactores, y, por último, contra el mundo en general, que es imbécil. Obsérvesele en la imagen que ilustra su penúltima entrevista. Aunque mire altivo a la cámara, transido por el haz de esa lámpara que le escupe la luz desde abajo, se intuye un cierto desasosiego. El Escritor parece atrapado, sepultado por todos esos libros que le abrazan desde atrás, escrutándole. Este hombre necesita escapar de ahí. Necesita coger el metro, el autobús, mezclarse con la masa indiferenciada, contaminarse un poco para aceitar su corazón de lata.

No he logrado encontrar la secuencia en la que Kapuscinski hablaba de la distancia que imponen las mesas de los despachos. Quien te recibe, normalmente encorbatado, desde el otro lado de una mesa, lo que hace es parapetarse. Busca distinguir en lugar de vincular, subraya una frontera para hacerse fuerte, para evidenciar el escalón que le separa del otro.

Algo parecido ocurre con quienes viajan en coche. Aquellos que cada día acuden a sus reuniones y despachan tras sus mesas de caoba mientras deciden el destino de tantos han perdido el contacto con lo que ocurre ahí afuera, tras los cristales tintados. Ahí afuera la gente se arracima a diario en vagones de trenes, en autobuses abarrotados por gente de todo tipo. Gente que transpira y se queja y dormita y que aprovecha ese trayecto para soñar o para no pensar en nada.

En inglés existe una palabra certera pero escalofriante para referirse a quienes viajan cada día al trabajo y suelen hacerlo usando el transporte público. Se les denomina commuters. Profesionales de cuello blanco que son los obreros que ayer se empleaban en fábricas y hoy ni se reconocen como obreros. Quieren dejar de serlo, de hecho. No hay orgullo en esa paradoja de la camisa inmaculada y el vagón astroso. No se reconocen en la imagen que les devuelve su foto pegada a ese abono transporte que parece su pasaporte, clandestino, a un mundo que les pertenece a otros. Sobre esa incoherencia gravita el desconcierto de esta época.

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