17 de octubre de 2005

Escritura automática (III)


Sopesas la idea. La rumias durante días y días. No alcanzas a deglutirla del todo. Carraspeas. Esputas en la acera mientras caminas, tal vez. Sientes que la idea ya no es una mácula porosa establecida en un rincón de tu cerebro. La dichosa idea se ha extendido más rápido que un tumor maligno, y amenaza con nublarte el ánimo y cortocircuitar los nervios que te hacen levantarte de la cama cada mañana.
Te dices: lo escribiré. Lo anotaré todo. Los pormenores, los fogonazos erráticos que circulan alrededor de la jodida idea. Le daré cuerpo, de ese modo. Perderá su sentido abstracto. Cobrará una nueva dimensión. Ya no me pertenecerá, y, por tanto, dejará de obsesionarme. Dejará de dolerme.
Y ha pasado el tiempo, inexorable, dicen, y descubres que no has hecho nada. No te has movido del sitio, aunque estás agotado; te falta el aire, como si fueses un maratoniano novato. Como nada se quiebra, como no existe la catarsis, permaneces impávido ante el teclado, ante la pantalla. Como hace dos horas, como anteayer.
Reinicias el sistema. La mácula ha vuelto a su rincón, pero no se ha esfumado. Allí sigue. Tal vez esta no era su oportunidad. Tal vez le llegue pronto su momento, o tal vez tarde años en manifestarse. Tal vez es mejor que siga ahí, porque a nadie le interesa. Ella, la idea, se ha dado cuenta de todo mucho antes de que tú te enterases de algo. La idea susurra: duérmete, anda. Mañana será otro día. Para todos.

Imagen tomada de: (icarito)

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