18 de octubre de 2005

La ciudad invisible

Una cuenta pendiente, este comentario. Una cuenta pendiente tardía, quizás.
Que la radio es un medio de trinchera quedó claro en la guerra civil. El dominio paulatino de las emisoras fue tan importante para los vencedores como cualquier otro elemento estratégico en el combate.
Hoy dicen que vivimos en paz, aunque uno escucha la radio y pareciera lo contrario. De veras: si un marciano recién aterrizado sintonizase un transistor antes de cruzar palabra con cualquier humano, se echaría cuerpo a tierra o huiría cagando leches a su transbordador.
En medio de un panorama tan belicoso, un festín de bilis rencorosa, da gusto oir cosas como La ciudad invisible. Un programa sin complejos y c-u-l-t-u-r-a-l, sí, con todas las letras. Uno piensa que la cultura no está hecha de compartimentos estancos sin vasos comunicantes entre sí. Uno piensa que existe otra cultura más allá de la que nos suministran a granel, a borbotones empalagosos, los grandes medios. Uno piensa que pueden convivir tranquilamente los grandes popes artísticos e intelectuales con los nuevos valores, porque ambos se necesitan.
Eso, y muchas más cosas es La ciudad invisible. Y, sobre todo, es un grupo de gente joven, con ganas de demostrar que uno puede pasárselo bien mientras hace un programa bien planteado, profesional y necesario.
Pero esta cuenta pendiente llega tarde, ya lo he dicho. Ayer escuchaba el último tramo del programa pensando en que hoy escribiría algo sobre él. En el último minuto, Marta Echevarría, la voz que conduce el barco a la deriva en pro de la ciudad invisible, se despidió. No dejó dicho adónde iba, ni por qué se marchaba. Simplemente se despidió de la audiencia. Sin alardes lacrimógenos. Sólo dijo hasta la próxima, y gracias. Aprendan, popes.

Se escucha aquí, de 19:00 a 20:00, de lunes a viernes.

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