20 de julio de 2005

La culpa

Imagina uno la sensación de humillación y culpa de ese excursionista que descuidó su barbacoa y ha provocado la catástrofe del incendio en Guadalajara. Marcelino Herche, se llama. Miembro de la Agrupación de Amigos de la Cueva de Los Casares y del Arte Paleolítico, la zona devastada era una de las preocupaciones de su vida. Fuera del trabajo, todos tenemos, quien más quien menos, alguna afición especial, algún reto personal, muchas veces insignificante, al que dedicamos buena parte de nuestro tiempo libre. El de este tipo era su cueva, su arte paleolítico, y la zona que circundaba aquella riqueza, el parque del Alto Tajo. Ahora, por una imprudencia suya, precisamente, el trabajo de recuperación, de cuidado y conservación del parque, al que había dedicado tantas horas, se ha venido abajo en cuesíón de minutos. Terrible frustración, que debería hacernos reflexionar un poco sobre lo delgada que es la línea que separa el amor a algo o a alguien de la posibilidad de su destrucción. Cargarse un bosque, por amado que sea, está al alcance de cualquiera. A la vista ha quedado. Poco importa ya que el abodago de Marcelino trate de poner en juego algunas tretas legales que libren a su cliente, si no de la pena total, sí al menos del escarnio público, que duele más. Aunque lo más doloroso es la culpa, que Marcelino habrá de cargar sobre su espalda durante mucho, mucho tiempo.

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