27 de julio de 2005

Gatillo fácil

Al fondo del vagón, la puerta estrecha se abrió de golpe y asomó un soldado lampiño que no aparentaba más de veintidos años. Entró al vagón y tras él caminaba otro soldado de similares trazas. Todos levantamos la vista o volvimos la cabeza para descubrir el origen del sobresalto, de esos pasos firmes que se acercaban. Un segundo después, la mayoría volvimos a nuestras cosas; al libro, a la revista, a la contemplación ociosa de los descampados y las fábricas viejas. Llegaron a mi lado. Es eso suyo, señor, dijo el soldado apuntando con el dedo hacia una mochila grande colocada en la balda, encima de mi asiento. No, es mío; tuve que decir, para librar del apuro al viejo que estaba sentado frente a mi. Estoy casi convencido de que el viejo habría comenzado a tartamudear, queriendo parecer sereno, pero sin lograrlo. Ah, vale, dijo el soldado; parecía decepcionado. Podía haber sido su gran momento de una mañana, por lo demás, bastante aburrida y monónota para él.
Desde los atentados de Londres, los soldados han vuelto a patear los trenes, los andenes y los vestíbulos de las estaciones. Miran a todos lados y resoplan con desgana. No pasa nada y sin embargo ellos han vuelto. En vez de aplacar los nervios del personal, avientan las sospechas de los paranoicos y de los crédulos, que arrastran en sus recelos al resto.
Da más confianza La Venancia, una lunática de mi pueblo que se lava poco y sonrie mucho, y que habla con todo el que se deja. También ella ha vuelto a la estación; desde muy temprano hace su ronda e informa a quien quiera oirla de que todo marcha bien, porque ella lo tiene bajo control. Prefiero la vigilancia de la Venancia. Ella no lleva una ametralladora al hombro. Ella no puede tener el gatillo fácil que han exhibido al mundo los atolondrados gendarmes de Scotland Yard.

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