8 de febrero de 2011

Nostromo


No existe un canon cultural. No creo que cada época tenga unas hechuras intelectuales a las que haya que ceñirse por narices. Uno siempre puede volver la vista atrás y descubrir que antes las cosas (las literarias, en este caso) se hacían de otra manera. Uno siempre puede coger un clásico y ponerse a leer, como si su autor lo hubiera terminado esta mañana. Así: Nostromo.

¿Cómo sería hoy acogida una novela escrita, casi desde la más pura fabulación, para recrear un territorio real? ¿Cómo narrar una historia como esta partiendo casi de cero, sin la coartada de la documentación? Lo dicho: el canon actual nos sugeriría acudir a los archivos, pisar el terreno, mezclarse con la realidad que se quiere dibujar. Uno lee Nostromo como si Costaguana hubiera sido una república incipiente de Sudamérica y como si Sulaco hubiera sido la rica provincia codiciada por los salvapatrias que Conrad imagina aquí. Y, sin embargo, si nos creemos el prólogo de Juan Gabriel Vasquez (en esta edición) Conrad sólo visitó una vez, y muy de pasada, las costas colombianas sobre las que se asienta la ficción de Nostromo. Y, a partir de esa breve experiencia levantó un universo creíble, perdurable. Y repitió la fórmula para construir los personajes: arrancando del pastiche tejió un conjunto de relaciones fascinante. Todos los que intervienen en la trama encarnan una cualidad: la dama doliente, el doctor taimado, el francés esnob, el viejo anarquista italiano,... cada cual responde a un prototipo, pero todos esconden dobleces. Todos tienen matices, altibajos, debilidades. El primero de ellos, el protagonista. Nostromo, el capataz de cargadores. Un hombre temido y admirado a partes iguales, alguien al que todos miran esperando que su voluntad sirva para sostener una paz precaria en el país. Un tipo que durante tres cuartos de historia se nos presenta como un héroe de una pieza, con una honestidad sin tacha, y al que en el desenlace de la trama le veremos zozobrar a causa de la ambición y, por qué no decirlo, de ese otro vicio infame que es el amor ciego.


Nostromo compara la plata de la mina de Santo Tomé, de la que le empujan a hacerse cargo, con una maldición a la que se intuye perpetuamente ligado. Por plata también escribió este libro Joseph Conrad, mercenario de la escritura; un modo de supervivencia como otro cualquiera. Como marino, escritor. Así, Conrad. Hubo un tiempo en el que, dominados por el esnobismo juvenil, levantábamos la ceja frente a las historias sin más, frente al puro placer de la literatura. Nos iba lo experimental: así ocurrió que mucho de lo que leímos por aquel entonces tendremos que releerlo en un futuro. Porque no entendimos nada, y, lo que es peor, casi ni lo recordamos. Eso pasa un poco con Conrad. Cuando tienes diecisiete años te incitan a leer El corazón de las tinieblas cuando a lo mejor deberían recomendarte Nostromo. Yo dejé la obra maestra a la mitad, abrumado por tanta densidad existencial. No tenía tanto mundo interior. Más bien al contrario. Y, sin embargo, he leído ahora Nostromo con un intenso deleite, con ese placer que proporciona una lectura sin más pretensiones que el disfrute. Temo que haya empezado a dejar de ser ambicioso. Temo que no haya vuelta atrás: no volver a acercarse a las obras profundas y obtusas nunca más. Temo preferir la escritura mercenaria a la devota. La de Conrad, por ejemplo

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