Él va borracho, eso ya está claro. Sigue dándole la tabarra hasta el final del trayecto, sentado con las piernas muy juntitas, mendigando un pellizco de cariño de una manera tan patética, tan desarmada, que el asco que me infundió al principio va convirtiéndose en algo parecido a la compasión.
Compadezco más a la pobre chica que tuvo que soportar ese mal trago, pero ver a un tipo precipitarse así hacia la humillación más absoluta me dejó pensando durante bastante tiempo (tanto que aún lo recuerdo) en que lo que juzgamos demasiado deprisa, tras un vistazo ligero, no siempre acaba pareciéndonos del mismo color en una segunda mirada.
Hoy me he cruzado con aquel pobre borracho brasas. Ha sido mientras caminaba por Gran Vía, otra vez al salir, otra vez tarde, del trabajo. Pero hoy sí me acuerdo de por qué he salido tarde. Remataba una pieza sobre la detención del profesor Neira por conducir ebrio. La pieza ahondaba en las tristes y patéticas explicaciones que ha balbuceado Neira para justificarse. Tan tristes y tan patéticas como las porfías amorosas que intentaba el borracho aquél del tren con el que me he cruzado hoy en Gran Vía.
Una coincidencia que me ha devuelto a aquella vieja reflexión sobre la necesidad de estar alerta frente a nuestros propios prejuicios, ante las condenas inmediatas y los homenajes improvisados y oportunistas.
Hicimos de Neira nuestro héroe demasiado rápido, cuando ni él estaba preparado ni era el tipo que creíamos que era. Pero no es su culpa. Es nuestra, por apresurarnos a encumbrarlo sin pensar en él como hombre, y no como icono. Y la culpa es sobre todo de quienes le dieron un micrófono para animarle a decir sandeces ultras. Y de quien premió su lengua fácil con un cargo de cara a la galería.
0 comentarios:
Publicar un comentario