23 de febrero de 2010

Buen Salvaje



El sueño de la razón produce monstruos. Tiempo de latente incertidumbre, la postmodernidad abraza con fruición productos como Avatar. Porque recuperan la paradoja de volcar en la pantalla, con todo el artificio y la tramoya propias del cine, el mito del buen salvaje, el retorno a la esencia frente al mecanicismo.
Si has visto Braveheart, has visto Avatar. Adrenalina, mártires, batallas heroicas, justificación de la legítima defensa, hiperbólicos gritos libertarios... y, por encima de todos ellos, esa vindicación de la violencia como el recurso útil para defender lo tuyo cuando el invasor pretende pisarte. Es llamativo que una película aspire a generar un impacto global que lapide cualquier apuesta por la diferencia (por ejemplo, a la hora de la distribución en 3D) mientras en su argumento defiende la diversidad, la singularidad de las costumbres de un pueblo oprimido por el gigante imperalista.
Como divertimento, Avatar es imbatible, de la misma forma que lo fue, para muchos, Titanic. Pero su mensaje es demasiado hipócrita para hacerla perdurable. Me quedo con la reflexión de Santiago Roncagliolo, cuando llama la atención sobre el lema implícito de la película: "hay que salvar a los aborígenes de los blancos, pero hace falta que lo haga un blanco". Me suena.

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