30 de noviembre de 2009

Nada es lo que parece

En menos de una semana, dos sucesos han vuelto a recordarnos a los periodistas la delgadez de la cuerda floja en la que nos balanceamos. Han vuelto a poner sobre la mesa la necesidad, radical, del contraste de las fuentes; la urgencia de recuperar el escepticismo y la prudencia como dos divisas insobornables del oficio.

Las noticias son cuadros que el periodista descuelga del muro de la vida para construir categorías, levantar relatos que sean asequibles para muchos y que contribuyan a amasar la conciencia colectiva. Son, en la mayoría de los casos, y aunque joda recordarlo, un formidable pilar conservador de las pautas sociales. En contra de lo que nos contaron en la universidad, las noticias no disparan revoluciones; más bien todo lo contrario: alimentan lo establecido. Por eso juegan (jugamos, entre todos: periodistas, público) a dibujar una fábula en la que siempre ha de haber, necesariamente, héroes y villanos.

He aquí el villano:



En el tiempo de la hiperrealidad, todos se apresuran. Cada vez se adelgazan más los plazos y hasta los responsables políticos (1, y 2), a quienes debería exigírseles una prudencia redoblada, quieren ser los primeros en reaccionar. Se privilegia siempre a quien antes habla, al primero que reacciona. Cuando alguien pide paciencia, como ocurrió, por ejemplo, con el secuestro del pesquero, demuestra su ineficacia, su falta de coraje y de determinación para tomar decisiones contrarreloj.

Por el camino quedan los daños colaterales del vendaval de la actualidad. Queda Diego, que por unas horas fue un monstruo, y que ahora es sólo un chico destrozado, doblemente golpeado por la pérdida de una hijastra y por el escarnio público cuya llaga nunca cicatrizará. Y queda Salvador, el agente que, sin saberlo de manera explícita, sí conocía de sobra los resortes implícitos que la sociedad del riesgo se encarga de aventar frente a cualquier suceso inesperado: para gestionar una crisis, se busca un culpable primario que aglutine las sospechas y que permita a quien gobierna mantener el control simbólico de la situación. El problema estalla cuando los datos reales dan la espalda a la versión oficial, como ocurrió en aquellos días de marzo de hace cinco años, que nos enseñaron que una mentira, por más institucionalizada que esté, siempre es una bomba de relojería que puede explotar en las manos de quien la manipula.

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Enlaces:

- Escolar.net: La condena
- Lecturas:
0 Raval, del amor a los niños (Arcadi Espada).
0 La sociedad del riesgo (Ulrich Beck).

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