5 de enero de 2009

Palabras menos


A veces las palabras no son más que un lastre. Véase, por ejemplo, la trayectoria perpendicular de dos realizadores argentinos, Adolfo Aristarain y Daniel Burman. Sé que tal vez sólo les vincula su patria, porque ni sus orígenes, ni sus influencias, ni, sobre todo, su generación son comunes. Pero me apetece reparar en el proceso que yo, como espectador, he experimentado respecto a su obra. 

Durante un buen tiempo, tuve a Martín (Hache) como una cinta de cabecera. Fue, más o menos, el equivalente cinematográfico para los artefactos de Gabo y Vargas Llosa que consumía en los primeros escarceos lectores. Una película magnífica, que, no obstante, envejece regular. Todas esas conversaciones exhuberantes entre sus personajes, aquellas letanías que me fascinaban ataño, hoy no me causan la misma impresión. 

No sé si es un proceso natural o una fobia particular, pero del mismo modo en que cada vez me sobran más frases en los párrafos de las novelas que leo, en las películas echo en falta más silencios. O menos palabras, mejor dicho. La vida está repleta de ruidos: platos que entrechocan, puertas que se cierran, tertulias de fondo, silbidos, toses, motos. No así de palabras dichas en voz alta; hay en nuestro día a día menos sentencias lapidarias, mucha menos metafísica verbalizada de la que nos creemos. Las pelis de Aristarain son una rica filigrana oral; los personajes hablan mucho, sobre todo entre ellos, y casi siempre con coherencia, con frases que te gustaría usar con la naturalidad con que parecen salir de sus labios. De ese roce necesario, de la fricción entre caracteres que dialogan pero no se comunican, brota el conflicto. 

En la obra de Burman, en cambio, la apuesta formal es más desenfadada pero el contrapeso lo ejerece esa incomunicación que deriva del silencio. Los personajes protagónicos, casi siempre varones, pierden oportunidades de ser felices por vivir encerrados en su mundo, por negarse a compartir lo que les carcome por dentro. Hoy me identifico con mucha mayor falicidad con ese ambiente lacónico que con la verborrea freudiana de Aristarain. Hoy comprendo, paso a paso, que lo complejo es saber narrar sencillo. Todo lo que yo quiero contar tiene su cauce apropiado, las palabras justas, los planos concretos, las líneas de guión precisas. Lo difícil es hallarlas.

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