14 de mayo de 2008

The Savages

Conocemos de sobra aquella célebre frase con la que Tolstoi arrancó Anna Karenina: “Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas, lo son cada una su manera”. Por eso Tolstoi es Tolstoi y Pérez Reverte no lo es. Porque en una frase, la primera, carajo, supo condensar lo que explicó más adelante, a lo largo de mil y pico páginas de epopeya a la rusa. Qué razón tenía este ruso que dicen que tiranizaba a su mujer y escupía por el colmillo. Las familias tristes son, como sabían en el XIX más allá de los Urales y qué duda nos cabe ya a estas alturas, un territorio mil veces más fértil para la comedia, la duda, la envidia, el desencuentro y la poesía. Luego irrumpió el psicoanálisis y quisieron encajonar la desdicha, con lo productiva que es. Menos mal que Woody Allen le dio varias vueltas a la tuerca para volver a poner todo en su sitio. O desordenarlo todo, que viene a ser lo mismo.

Que me lío. Digo que he visto hace poco en un cine minúsculo en las catacumbas la Plaza de los Cubos The Savages, una película fantasma de la cartelera en esta primavera. Esta cinta yanqui arranca con una escena magnífica en la que un viejo muy a lo Tolstoi se venga del enfermero de su novia inválida embadurnando con su propia mierda las paredes del cuarto de baño de la casita de retiro en la que viven, enclavada en una ciudad de Arizona de esas que parecen de cartón piedra y en la que lo más probable es que sólo habiten jubilados en pantalón corto y visera.

Al viejo le diagnostican una variante de demencia senil, y el cruel destino quiere que al tiempo su novia octogenaria muera. La familia de la difunta desprecia al viejo, al que nunca tragaron de veras. Le expropian la casa de cartón de la ciudad fantasma. El viejo queda en la calle, viudo de corazón y con la incipiente senilidad acechando. Y esa concatenación de desgracias reúne en improvisado gabinete de crisis a sus dos hijos. El varón es un filósofo que da clases de teoría teatral y que lleva años enfrascado en la escritura de la obra definitiva sobre Beckett. También está a punto de despedirse de su novia polaca a la que le expira el visado y habrá de regresar a la fría Varsovia. Su hermana no corre mejor suerte. Lo que la cámara nos enseña es a ella en un trabajo temporal de oficina en el que siente constreñidas sus aspiraciones literarias (escribe obras teatrales). Lo siguiente que nos muestra la cámara es su estrecho y solitario piso neoyorquino y el amante cincuentón y calvo que la visita para pegársela a su mujer con la excusa de que está sacando a su perra. La perra, por cierto, mira con lástima cómo follan estos dos humanos que no se entienden entre sí.

Ya se ve: es una historia tan triste que sólo la adversidad de ese padre en declive físico y mental logrará redimir a esta gente extraviada, oprimida por su mala suerte y su miedo a enfrentarse a lo que siente. A esos hermanos que descubren, con los reveses de la vida y el paso de los años, que ser hermanos no es una obligación que haya que solventar con oficio, sino algo que nos empuja sin saber muy bien cómo a querer y comprometerse con alguien con quien casi nunca se comparten ni proyectos vitales ni siquiera gustos musicales.

Y el humor, claro. Si el humor no existiese habría que inventarlo. Es lo que no puedes parar de pensar al ver esta película de la que de otro modo, si no fuera por el humor, saldrías derrotado, con los brazos caídos. Y sin embargo, emerges de ese cine subterráneo de la Plaza de los Cubos de Madrid con la rara sensación de que si lo piensas bien casi nada es raro. Utilizamos el destino como un balón de oxígeno para no suicidarnos, pero lo cierto es que lo imponderable nunca es del todo la única excusa. También está la manera en que cada uno afrontamos lo que nos toca. Nunca dejamos de aprender a vivir. De eso nos habla esta película minúscula, que por añadidura cuenta con un reparto en estado de gracia, con tres actores de esos que rara vez figuran con letras de neón, pero que caminan siempre en el notable alto en sus papeles. Philip Seymour Hoffman, Laura Linney y Philip Bosco bordan cada uno su rol, con interpretaciones sostenidas, sin exageraciones ni estridencias. Tan lejos de la desmesura, tan desnudos y desvalidos como tú y yo y cualquiera ante la vida que pasa y hiere y enseña.



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