19 de mayo de 2008

Sangre a borbotones


«¿Y por qué no? ¿No es esa la grandeza del amor? Que se quisieran Romeo y Julieta, ambos jóvenes y hermosos, ¿qué tiene de particular? El vértigo, el misterio, lo único grandioso del amor es que también nos queramos unos a otros los feos, los gordos, los malos, los débiles, los infelices y los más egoístas. La cajera con varices y el administrativo calvo. El albañil de la papada y la dependienta de las verrugas. Los dos parapléjicos que se conocen en la sala de rehabilitación. Nosotros mismos, tal como somos. O Suzie-Kay y Dix, contra toda esperanza y al margen del sentido común. ¿Cómo es posible? No me lo explico pero sucede. Y cuando sucede, la realidad se vuelve acogedora, cóncava, casi a nuestra medida, como un par de zapatos por fin de nuestro número: no digo más».


Baste ese extracto para dar cuenta del nervio y la clarividencia de un texto deliberadamente menor pero al tiempo valiente, honrado y sin complejos. Es Sangre a borbotones, que he leído hace unos días. Es la escritura libérrima de Rafael Reig, escritor con trazas de bohemio castizo y demodé, bizarro pero sutil, sucio pero tierno, que descubrí por vez primera en el primer número de Público. El nuevo diario incluyó en ese primer ejemplar un cuadernillo presentando en sociedad a su plantilla. Allí estaba, rodeado por las fotos de una plantilla joven y fresca un cuarentón con entradas y despeinado, con bigotón y traje (sin corbata) gris. Era como que no pegaba ese aire en un medio que se las dio desde su arranque de moderno. Hoy, mientras leo sus “Cartas con respuesta”, sigo sin explicarme cómo carajo quedan aún jefes de periódicos que se atreven a tener anarquistas que van por libre, ajenos a la línea de su cabecera en tantos temas. Igual hay una rendija de esperanza todavía.

El caso es que comencé a leerle intrigado y he ido después siguiendo esas respuestas suyas a las cartas de los lectores. Me le imagino revisando el correo electrónico con las gafas en la punta de la nariz hasta descubrir la carta más airada, más sesuda, para deglutirla y responderla en el diario de mañana echando mano, a partes iguales, de la ternura, la mala leche, la erudición y la iconoclasia. Uno se medio engancha a cosas como esas, y a veces compras el periódico sólo para reencontrarte con un par de párrafos como los que he transcrito arriba, aunque a veces no estés de acuerdo con el firmante.


Lo de los libros es otra cosa: cuando compras uno lo haces con todas las consecuencias; por el todo, y no por la parte. Porque te llama un autor leído o ignorado, pero también te alienta ese contenido que intuyes tras la tapa y a renglón seguido de esas primeras líneas que siempre, siempre, lees antes de comprar.


En Sangre a borbotones se hace complejo disociar la imagen que uno se ha formado de su autor del texto que lo acompaña. No perderemos el tiempo glosando el argumento, porque es tan delirante que acaso tú, lector improbable, pierdas interés por una obra que a priori parece no tener ni pies ni cabeza. Tal vez sea así y ocurre que estoy perdiendo olfato literario; o que nunca lo tuve. Pero creo que no me equivoco. Lo de arriba es un botón de muestra. Este libro cercano al folletín esconde muchas pequeñas joyas como esa y es, ante todo, un alegato de la imaginación lectora como redención: no digo más.


0 comentarios: