9 de febrero de 2005

El soldado homeless

El delirio de la guerra. Todo lo desbanca; lo desordena todo. Oigo en la radio que hay un documental en rodaje que cuenta cómo muchos ex-combatientes norteamericanos de la guerra de Iraq han vuelto a su país desamparados, sin subsidios ni honores. Muchos de ellos no tienen trabajo, ni casa, algunos duermen en albergues o en su propio coche. De madrugada, antes de conciliar un sueño frío y marginal, deben mirar por la ventana a las estrellas y se preguntarán si hicieron bien. Si debieron sacrificar todo para defender a su patria. La eterna duda del soldado raso, la carne de cañón con la que juegan los que deciden y ordenan las guerras: ¿valió la pena? Nunca debería valer. Aunque la promesa de la libertad y el orgullo ya no es el principal resorte que mueva las conciencias de los voluntarios ante los conflictos bélicos. Ahora, todo esto se parece más a un mercado de mercenarios, en el que muchos se embarcan porque no les queda otra. Se trata de escoger entre el ejército o el paro y la marginación que les tiene prometido la que una vez fue tierra de las oportunidades. Ya no quedan brigadistas internacionales.
A pesar de que las víctimas instantáneas e inocentes son los civiles iraquíes, y por ellas es por las que primero gritábamos NO, con el tiempo descubrimos que hay otras víctimas; los guerreros, los verdugos.
No puedo dejar de pensar en las repugnantes imágenes de las torturas en Abú Graib. Aunque suene paradójico, creo que torturados y torturadores compartían el mismo miedo: ese temor que atenaza al hombre desquiciado, erradicado de su hogar y sometido, a la fuerza o con embustes, y casi siempre sin la preparación necesaria, al desenfreno de la guerra. Así somos. Mirémonos por un momento al espejo.

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