10 de octubre de 2004

Algo pasa con Auster...


Paul Auster. La reinvención del azar

Un día del verano de 1961, cuando tenía catorce años, Paul Auster participaba en una excursión por el campo con chicos de su edad. Cuando cayó la tarde, se desató una tormenta eléctrica. El grupo echó a correr hacia un claro del bosque para alejarse de los árboles y evitar el peligro. Pero para alcanzar el claro había que pasar bajo la alambrada que lo cercaba. Los excursionistas formaron una fila y fueron pasando de uno en uno. Paul se colocó justo detrás de su amigo Ralph, y en el momento en el que éste pasaba, un relámpago cayó sobre la alambrada. Ralph murió en aquel claro y Paul Auster tomó conciencia, por primera vez en su vida, de la importancia de los caprichos del destino, de la música del azar. Y decidió que le inquietaba toda esa espiral de casualidades que teje las vidas de los hombres, y que su propósito en la vida sería tratar de comprenderlas. Años después se convirtió en escritor, el mejor camino que encontró para completar su objetivo.
Miles de lectores entusiastas de todo el mundo le están agradecidos por esa decisión, porque Auster ha sido capaz de aunar en sus novelas esa inquietud que todos tenemos ante el destino propio y ajeno con una especial capacidad para construir historias tan adictivas como sugerentes y originales. En palabras del crítico Rafael Conte, «una obra abierta, repleta de finura, originalidad y misterio, y que se enfrenta al futuro como abriendo puertas sin parar».
Pero la vida de Auster no ha sido tan azarosa como presume la mitología edificada a su alrededor. Tuvo una infancia bastante corriente en Nueva Jersey, azotada tan sólo por el divorcio de sus padres en 1964, cuando ya tenía 17 años. Estudió en la Universidad de Columbia, hizo causa contra la guerra de Vietnam y viajó a París un par de veces. En 1970 se enroló en un petrolero, pero fue una experiencia mucho más aburrida de lo que pueda pensarse: su trabajo era una limpieza rutinaria de instalaciones y el barco sólo recorrió el Golfo de México. Nada de singladuras espectaculares por los Mares del Sur. Pero el dinero ganado le sirvió para instalarse en París durante unos años, aunque pronto tuvo que echar mano de otros trabajos variopintos para sobrevivir: negro literario, telefonista de la sede parisina de The New York Times, traductor, profesor de inglés y hasta cuidador de una finca solitaria en el sur de Francia. En el 74 regresó a su ciudad, Nueva York, junto con su primera esposa, a la que conoció en Francia. Tuvieron un hijo en 1977, pero el matrimonio se disolvió un par de años después.
Auster cayó en barrena. A pesar de que nunca había dejado de escribir (poesía, teatro, ensayo, traducciones o artículos), no había sido capaz de superar la barrera de la novela. Pero de nuevo, los acontecimientos insospechados se cruzaron en su vida, para darle un giro. Tras el divorcio, se encerró en un piso de Manhattan; viejo, sucio, frío y casi sin muebles. Se puso a escribir como un lunático, olvidándose de comer o de lavarse. A las dos semanas le llamaron por teléfono a las ocho de la mañana. Su padre, con el que nunca tuvo una buena relación, había muerto. Decidió escribir sobre él y de ahí nació La invención de la soledad, un libro básico para comprender su universo literario: el azar, la soledad, los desencuentros humanos, el misterio de la escritura o la pérdida de los seres queridos. A pesar de todo, él no es pesimista, ni sus historias tampoco. Por eso sabe que las casualidades no son necesariamente buenas o malas, sino simples curvas en el camino. «La soledad no es una cosa negativa, es un hecho. Es la verdad de nuestra vida», ha dicho. El nacimiento de su hijo y la muerte de su padre se entrelazaron para darle el ímpetu necesario para lanzarse a la narrativa. Otra llamada telefónica hizo el resto. En la primavera de 1980 estaba en su apartamento, escribiendo, cuando sonó el timbre. «Descolgué, y al otro lado de la línea un hombre me preguntó si hablaba con la Agencia de Detectives Pinkerton. Le dije que no, que se había equivocado de número, y colgué. Luego volví a mi trabajo y me olvidé de la llamada. El teléfono volvió a sonar la tarde siguiente.[...]. “¿Agencia Pinkerton?” Volví a decirle que no, volví a colgar. Pero esta vez me quedé pensando qué hubiera sucedido si le hubiera respondido que sí. ¿Y si me hubiera hecho pasar por un detective de la Agencia Pinkerton?». Con esa inspiración redactó Ciudad de cristal, la primera parte de La Trilogía de Nueva York, su obra más famosa. Luego vinieron El Palacio de la Luna, La música del azar, Leviatán, El cuaderno rojo, Mr. Vértigo, Tombuctú, y, el año pasado, su reaparición novelística, El libro de las ilusiones, la que muchos creen su mejor obra y en la que vuelve a explorar los temas de sus primeros libros. En medio, otros trabajos más heterodoxos: el cine, con el guión de las películas Smoke & Blue in the Face, y la dirección de Lulu on the bridge; el ensayo y el rescate de textos propios casi olvidados (Pista de despegue, Experimentos con la verdad y A salto de mata); y, por último, Creía que mi padre era Dios, una compilación de relatos enviados por los oyentes de un programa de radio neoyorquino con el que colaboró.
El reconocimiento de la crítica y el éxito popular le han llegado con el tiempo, tras una vida jalonada de buenos y malos momentos; de casualidades, de contingencias. Una vida normal, ni más ni menos que la de cualquiera.
Sólo una anécdota más: una de la que quizá él mismo no se ha percatado. El 23 de febrero de 1981, mientras en España la joven democracia pendía de un hilo, sobre Nueva York descargaba una ventisca terrible. Auster, a pesar del catarro, asistió a una lectura pública con un amigo. Allí conoció a la escritora Siri Hustvedt, que hoy es su esposa y con la que tuvo una hija en 1988. Viven en Brooklyn, en un barrio tranquilo, de casas y jardines victorianos, muy distinto al Manhattan frenético y enigmático que ha retratado tantas veces. Siri se ha acostumbrado a vivir bajo la sombra del éxito de su marido, pero niega que haya competencia entre ambos. «Soy una mujer de suerte. Gracias a Paul tengo el tiempo para dedicarme a escribir. Sin él sería profesora. Soy una admiradora de su obra, y sobre todo de su capacidad de trabajo. ¡Escribe tanto! Y yo escribo tan poco. Nunca sentí competencia porque no puedo competir con él», ha comentado.
En Smoke, la cinta que Auster firmó junto al cineasta Wayne Wang, uno de los personajes regenta un estanco en una esquina cualquiera de Brooklyn. Cada día, a la misma hora, saca una cámara fotográfica a la puerta de su tienda. La coloca en el mismo sitio que el día anterior y tira una foto. Puede haber mucha gente que no comprenda el significado de ese hábito. Dirán que es un absurdo, porque la imagen obtenida siempre será la misma. Están en su derecho. Pero jamás entenderán la obra de Paul Auster. Nunca disfrutarán con sus libros como esa legión de incondicionales del escritor neoyorquino, que sabe que la realidad esconde recovecos que se les escapan a nuestros ojos y que por eso necesitamos de la mirada de Auster para descubrirlos.

Publicado originalmente en La Torre

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