21 de julio de 2011

Todos son iguales


La endogamia es un mal inevitable en cualquier actividad. Sobre todo si esa realidad se observa desde fuera, con el escrutinio del entomólogo: detectando deficiencias, brechas en el sistema, vicios que funcionan como quistes malignos y que el propio sistema no reconoce como un potencial peligro para su supervivencia. Un proceso idéntico al de las células que tardan en reconocer cuáles de ellas están afectadas por un cáncer, hasta que la metástasis es irreversible.

Si aplicamos una mirada demagógica y superficial, la ecuación es sencilla: todos los políticos son corruptos; todos los taxistas, unos plastas; los futbolistas, vanidosos; los periodistas,... mejor me callo.

Por eso, uno imagina lo distinto que puede ser un mismo ecosistema contemplado desde dos ángulos inversos. La deformación afecta a los dos puntos de vista, y probablemente ninguna de esas dos perspectivas nos permita completar un cuadro definido. Así miramos el affaire Camps. Nosotros, desde fuera. Desde dentro, los políticos: los adversarios con ansia vampírica, cuando no con una grotesca torpeza. Los acólitos, con benevolencia y paternalismo, o con la astucia necesaria para capear el vendaval de mierda una vez que se viene encima, como es el caso.

Si algo aporta la inestabilidad laboral es la oportunidad de contrastar muchas maneras de vivir. He trabajado en los ámbitos suficientes como para elaborar un catálogo propio de costumbres gremiales. He observado cómo la gente tiende a anclarse en sus puestos de trabajo, y a medida que va adquiriendo más pericia también va metiendo en la mochila de su bagaje demasiados vicios, tantas querencias distorsionadas que lo alejan del mundo, y, más aún, le hacen inconcebible la existencia de otros mundos.

Así imagino a Camps, encastillado en sus verdades, inmaculado por convencimiento propio y por cacareo general de colegas y votantes, hasta que la realidad y la justicia han llamado a la puerta de palacio. Así Zapatero, y Aznar, y Mourinho, y la alcaldesa de mi pueblo. Vivir en sociedad supone renunciar bastante a tu independencia de criterio para ir asumiendo el discurso de nuestros camaradas. Mandar, además, implica imponer ese discurso. Y creérselo mejor que nadie.

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