22 de enero de 2009

Elizabeth Costello


Escribí en su día un artículo sobre Coetzee, aunque lo he perdido. Lo hice en la época en la que menos leía y, en consecuencia, menos escribía. Juventud fue uno de los pocos libros que consumí. Me gustó bastante, y aunque no recuerdo muy bien por qué, quiero creer que fue más que nada por la identificación con esa fórmula manida del joven que busca una voz, un estilo en su escritura y no encuentra un modo más apropiado que la huída. He oído por ahí que viene a ser una vuelta de tuerca a El guardián entre el centeno. Puede ser. 

Hoy leo más, luego escribo. Y desde esta circunstancia personal miro otra obra del Nobel sudafricano: Elizabeth Costello, un libro híbrido que nació de la necesidad expresiva que condujo a Coetzee a inventar un personaje de ficción, la veterana escritora australiana Elizabeth Costello, para que fuera ella, y no él, quien arrojase en sus conferencias públicas sus controvertidas y libérrimas opiniones. Costello es la careta que utilizaba Coetzee para poder moverse en el pantanoso terreno de la argumentación pública sin tener que mostrarse a pecho descubierto. Y, después, descubrió que en ese personaje-careta había toda una intrahistoria que merecía ser contada: una juventud contestataria, el peso del éxito literario prematuro, los desengaños amorosos, los hijos que reclaman mucho más de lo poco que se les entrega... Y la vejez.

La vejez es el gran tema de Coetzee. Así ocurre en Desgracia o en Esperando a los bárbaros, las otras obras del sudafricano que he leído. Hasta en la propia Juventud, el punto de vista es el de un viejo que reflexiona sobre sus orígenes literarios y su encuentro con la madurez. Aquí, en Elizabeth Costello, la proximidad de la muerte sobrevuela por toda la obra. Esa escritora de vuelta de todo percibe que el tiempo que le queda mengua a marchas forzadas, y, a pesar de las reticencias iniciales, cuando es invitada a exponer sus ideas en conferencias por medio mundo, no se muerde la lengua: dice lo que siente, con argumentos insólitos pero tenaces. No trata de imponer sus postulados a los demás, pero quiere dejar claro que sus convicciones son insobornables. Y, en un alegórico tramo final, Coetzee resuelve esta ¿novela? con la llegada de Elizabeth a un limbo kafkiano en el que, atónita, la escritora se ve empujada a justificar todos sus puntos de vista, su terco nihilismo intelectual.

Una obra rara, experimental, cuya narratividad se resiente por el excesivo peso argumentativo. Como ejercicio, como apuesta, es admirable. Coetzee nunca defrauda y su pericia y su sabiduría son deslumbrantes, en todos los terrenos, allá donde decide adentrarse. Aunque esta sea, al fin y al cabo, una apuesta menor de un  escritor mayor.

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