8 de septiembre de 2008

Cháchara


Tictac, tictac. Blablablá. Cháchara. Tiene vida propia, un ritmo, una música secreta que incorporo al traqueteo del vagón, al compás de mis pupilas que se deslizan, perezosas, por las líneas del libro. Hay un momento en el que esa música y mi propio cansancio se buscan, se dan la mano. Me incordian. Me desconcentran. Son las siete-cincuenta. No hay vuelta atrás. Perdí el hilo a la altura de El Casar. De manera que me resigno. Me abandono a la cháchara vecina.

Y me digo que en el fondo no está tan mal. De hecho, a veces necesito anotar lo que escucho: robo ese diálogo, lo incorporo a mi cuaderno, lo petrifico como si fotografiase esa charla y la pegase a un álbum privado. 

Otras veces dejo pasar el momento. No lo anoto. Pero la cháchara permanece. Merodea por los callejones de mi cabeza. Me persigue y me ruega que la utilice, que la maneje a mi antojo, que la haga mía y la mezcle con recuerdos, con otras invenciones, acaso. 

Sánchez Ferlosio cuenta con cierto disgusto que El Jarama surgió de un compendio de jergas, de léxico popular, que él iba recopilando como un cazador de mariposas. Con esos escuetos mimbres armó una novela de la que hoy no se siente demasiado orgulloso, porque considera que le falta el aliento que debe soplar en toda historia. 

Con conversaciones prestadas, por sí solas, no puede construirse un relato. Pero quizás tampoco puede prescindirse del lenguaje de la calle, del blablablá de los vagones, a la hora de sentarse a escribir una historia. Si te asomas desde una azotea altísima tal vez la vista de la ciudad sea abrumadoramente bella, pero no tendrá alma. El alma de una ciudad se capta al chocarte con sus transeuntes, al aspirar el olor de sus esquinas. Al hurtarle su cháchara al vecino, para hacerla tuya. Somos espías, mirones, vouyeurs de tres al cuarto.. 

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