28 de agosto de 2008

Los libros que no acabas

Repaso con detenimiento, en mitad de la calma chicha de un verano en la oficina, las notas críticas de Lector Ileso (I, II y III), un «diario de entusiasmos literarios subjetivos sin rigor», como lo define su propio autor. Y redescubro en muchas de sus críticas el placer libertario de abandonar los libros insufribles al cabo de las páginas. Me veo retratado en todos esos libros que a uno, sin saber muy bien por qué, le encandilan, le llevan de la mano desde el prólogo hasta la última palabra. Pero también percibo esa complicidad en la rendición, ese bajar los brazos cuando nos enfrentamos a un libro que no merece la pena.

De pequeños nos inculcaron, mal que bien, un vago sentido de la responsabilidad que nos apremiaba a terminar lo iniciado. Nos esforzamos por seguir esa pauta, también con la lectura. Luego, entre el descubrimiento personal y los consejos sabios de quienes amaban la literatura y sabían de qué iba esto, nos convencimos de que la vida es corta y hay tanto bueno por leer que perder el tiempo con párrafos que nada nos dicen es una insensatez. A pesar de que tu instinto esté desorientado y de que sesudas opiniones te encaminen hacia esas lecturas, lo mejor sigue siendo guiarte por tu olfato. Dejarte llevar. Y tal vez aquel libro cuya lectura dejaste varada en la página 237, vuelva un buen día al quicio de mente, a tu mesilla, a llamarte en busca de una reconciliación.

Cada vez que, como me sucede ahora, suelto lastre y dejo un libro que nada me aporta y comienzo otro que me deslumbra, me reencuentro con la felicidad de la lectura.

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