24 de noviembre de 2005

Almacenados

La digestión de lo que percibimos, de aquello que sucede a nuestro alrededor, sigue sus propios recorridos y adopta sus propios tiempos, sus pautas. Cuántas veces un escritor se ha despertado en mitad de la noche, y se ha topado con la certidumbre de que ese recuerdo, ese detalle pasajero del que fue testigo hace años, es el germen de una historia. Es su historia, que por fin se ha presentado a la cita. Esta reflexión sin contexto me asalta al pensar lo mucho que he tardado en decidirme a escribir sobre este tema. Por el camino he rellenado muchos folios que poco o nada tienen que ver con aquel fulgor débil que prende la llama de tu historia. Esto no es una historia, sino más bien un homenaje discreto y anónimo a tanta gente discreta y anónima a la que no recuerda ni una triste nota al pie en un libro descatalogado hace décadas. También es curioso cómo uno se echa al monte de la escritura con una idea preconcebida de lo que quiere contar, y el enano caprichoso de tu conciencia te lleva de la mano por sendas que no aparecían en tu mapa. La reflexión se distrae, divaga. Lo que tenías pensado anotar en diez minutos queda aplazado, porque otras obligaciones te reclaman. Son las dos de la tarde. En otro momento finiquitaré esta nota, aunque para dejar constancia de su propósito, cuelgo una imagen cuya inclusión explicaré más abajo:

La explicación que da contexto a esta foto llega semanas después de que dejara escrito el inicio de este post. Me he dispersado y he abandonado el blog durante demasiado tiempo. Trato de volver a entrar en vereda. Con paciencia, poco a poco, desentumeces los músculos agarrotados. Hoy es 14 de diciembre y voy a explicar (a explicarme) el porqué de este comentario que frené en seco días atrás.
Hace un par de meses fui a ver, en una misma semana, dos obras teatrales que me gustaron bastante. Para que algo me guste debe quedárseme revoloteando por la cabeza hasta que queda digerido por escrito. Y lo que trato de hacer ahora es digerir el atracón de ideas que me provocaron a) El método Grönholm y b) Almacenados.
Dos obras cuyo argumento gravita sobre un mal que no mata de manera directa, pero que fusila el alma y corrompe el edificio moral de la sociedad occidental: el trabajo.
La foto de arriba corresponde al campo de extermino nazi de Auswitch. Como sabemos de sobra, en la entrada de aquel moridero figuraba una frase que señalaba con cruel ironía el destino de los prisioneros que eran llevados al campo: «El trabajo os hará libres». El trabajo no les hizo precisamente libres, sino que les dio muerte rápida, en el mejor de los casos, y un sufrimiento prolongado, en el peor.
Frente a ese recuerdo, las miserias que denuncian «El método» y «Almacenados» pueden parecer chorradas. Pero no me resisto a darles cancha.
Hoy sigue en pie esa creencia de que el trabajo dignifica. Y no es más que otra mentira globalmente institucionalizada. Muchas veces el trabajo envenena nuestra conciencia. En «El método», una multinacional orquesta una especie de gymkhana feroz para escoger al candidato idóneo. El ansia de poder, de alcanzar un estatus, de ganar pasta gansa, de competir, acaba por desnortar a unos candidatos dispuestos a lo que sea por lograr el puesto. Una brutal parábola sobre la insensibilidad de ese capitalismo que nos mira por encima del hombro mientras ignora que el mundo se desmorona a sus pies.
En «Almacenados», el punto de mira es otro. En esa obra, genialmente interpretada por Sacristán, el trabajo tampoco dignifica, sino que aliena. Un empleo fijo en un almacén en el que nunca pasa nada ha mantenido al Señor Lino durante décadas esperando a que aparezca un camión de mercancías. Sin hacer nada, más que esperar. Lino es un tipo que, para sentirse útil, se inventa una rutina, unas responsabilidades, un horario que cumplir a rajatabla, un oficio, en suma, que no son más que castillos en el aire. Excusas para poder conciliar el sueño y, lo que es más importante, poder levantarse cada día de la cama, siendo consciente de que tu trabajo cuenta, de que tu vida es relevante. Si te arrebatan esa ilusión rutinaria, sólo te quedan dos caminos: o te inventas excusas o no te levantas de la cama. Nunca más.
Se lo digo yo, que llevo tres días en paro.

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